El mundo se encuentra en un dinamismo agitado. El Covid y la crisis del mercado global en conjunto con el tema energético, los cada vez mayores polos urbanos y su legítima exigencia de seguridad vial para una mejor movilidad marcan la agenda. Si poco más de un siglo atrás el fordismo revolucionó al incipiente sector automotor, el andar del siglo XXI está presionando para decodificar una nueva industria. Bien tienen razón que los parámetros de negociación del mundo automotriz hechos en las décadas de los 80 y 90 han dejado de ser válidos en buena parte en la actualidad. Su actualización era inminente, así se demostró en el T-MEC, que heredó el cimiento de integración que había logrado el antiguo TLCAN. No se debe perder de vista que fue el propio sector automotor en México la joya de la corona para suscribir el tratado con los vecinos del Norte. Otra historia menos optimista hubiera sido si México no hubiera contado con una experiencia automotriz afianzada por décadas y fruto de un genuino esfuerzo de conjuntar las líneas de participación tanto del sector gubernamental como del sector privado mexicano.
Frente a los retos de la “relocalización productiva global” fruto en buena medida del conflicto comercial entre China y Estados Unidos, de cara a la transición energética en el sector automotor y a la fuerza china como mayor productor de vehículos ligeros del mundo, México debería hacer un esfuerzo para saber cómo integrarse con inteligencia a esos cambios. Su posición como el sexto productor global de vehículos ligeros, el cuarto exportador en el referido segmento, el quinto productor de autopartes, han permitido que el sector en su conjunto sea el mayor generador de divisas para el país, por encima del petróleo, turismo y las remesas. La creación de casi 2 millones de empleos directos sostiene su fortaleza, pero también la necesidad de que desde el poder público se le escuche.
En el texto “México y su sector automotriz”, publicado en el periódico Reforma el 10 de julio del 2018, señalé que “México es el único país de las grandes ligas de los armadores que consintió la introducción de vehículos usados, muchos de los cuales son contrabando, los llamados ‘coches chocolates’. Hacedores del clientelismo político electoral cobijaron en el delgado margen de la legalidad un negocio para ellos y un problema para quien adquiere un vehículo inseguro, sin eficiencia energética, con probable origen dudoso y altamente contaminante. El argumento fácil es el reto del transporte público y la necesidad de un vehículo barato para atender la legítima demanda de movilidad. Lo cierto es que el propio sector y académicos han subrayado que México, con un parque vehicular viejo y contaminante, no necesita más vehículos, urge su plena renovación reafirmando la certeza legal, el respeto medioambiental y la seguridad vial, con la que el Estado mexicano se comprometió en la ONU. Las recurrentes regularizaciones han ocasionado ‘hacer legal lo que es ilegal’, que en nada abona a una de las tareas más apremiantes de todos los mexicanos, que es cumplir con el Estado de derecho. Incrementar el crédito automotor, profundizar el inacabado REPUVE, desarrollar un transporte público amigable con la nueva matriz energética, son tareas pendientes para consolidar la economía interna frente a debilidades del exterior, además de alejar a los fantasmas por su comportamiento, lo único que hacen es afianzar lo que México no debe ser nunca: el basurero automotriz del vecino del norte”. Hoy, después de que el presidente de la República advirtiera en Tijuana de una regulación a los “coches chocolates”, el optimismo de la industria automotriz y de la certeza jurídica como elemento constitutivo de la convivencia social, están en juego.
AMLO sostiene que el dinero para regularizar dichos vehículos será para los pobres. Los funcionarios hacendarios del gobierno de la República saben bien que el sector automotor por sus ventas nacionales logró, aun con pandemia en el 2020, obtener vía IVA poco más de 20 mil 600 millones de pesos, además de 11 mil millones de pesos vía ISAN. Dichos montos son a pesar de la caída de ventas que hizo que la recaudación por esa vía cayera 21.6 y 18.3 por ciento, respectivamente. Ahora bien, si la vertiente es una razón de seguridad pública, se demandaría un ejercicio de cohesión y acuerdo mínimo entre las dependencias del gobierno federal para oficializar e instrumentar una decisión cuya última palabra la tiene el titular del Ejecutivo federal.
Con casi 20 regulaciones de vehículos ilegales que han probado su nulo éxito, la competitividad y la exigencia de no legalizar el contrabando, rebasan al propio sector automotor. Sería pésima señal para las futuras inversiones y para el quehacer jurídico social, legalizar lo que de entrada es ilegal, por más que diga el Ejecutivo federal no lo hizo antes para evitar se viera un tinte electorero.