Aquí puedes escuchar a Jonathan con su columna Parteaguas
Hay tres guerras simultáneas. Que inicia el combate, que no, que se acaba. El mundo se revuelve. ¿Si los demás deben nadar en la ansiedad, ustedes pueden correr a la selva?
Muchos vieron su destino en Tulum, desde hace tiempo. Un pueblo maya flanqueado por árboles de un lado y un mar turquesa del otro, que ahora colecciona opciones para quien pretende desentenderse de los adictos al estrés.
Por aquí, una privada de 42 residencias con club de playa, llamada La Reserva. Por allá otra que se llama Los Árboles y otra cuyos promotores fueron al punto y la llamaron Jungle Park Residences en donde venden casas de unos 7 millones de pesos.
No son opciones para quienes quieren, sino para los que pueden pagar el precio de refugiarse entre caobas y flamboyanes de más de 20 metros de altura.
Si bien arquitectónicamente atractivas, esas propuestas son todavía inmobiliarias. En lo esencial no están muy lejos de lo que ofrece un buen departamento de 120 metros cuadrados en la Condesa. Con la clara diferencia de ver por la ventana una familia de coatíes, en lugar del letrero del acceso al Walmart Express.
Pero parece surgir un movimiento, quizás convocado por los más arriesgados.
Puede conformar un mercado de pudientes cuarentones que cargan con su bicicleta igual al cerro del Ajusco que al de Chipinque y que en sus sueños, ellas y ellos llevan su escritorio al lado de donde están las boscosas veredas útiles para rodar rápidamente montaña abajo, para hacer un downhill. Es un mercado desestructurado, sin orden.
Están “en la búsqueda de suelo” o en “soil searching”, un término que hace unos seis años acuñó a manera de eslogan una popular marca de sofisticadas bicicletas de montaña llamada Specialized, en ánimo de aprovechar la tendencia.
¿Sus clientes están más conscientes de que algo anda mal con el tipo de economía que perseguimos? ¿Para qué trabaja la gente? ¿Qué quiere comprar? ¿Con qué finalidad?
A algunos les atrae la idea de la aventura que ofrecen caminos silenciosos, pero cargados de piedras y obstáculos imprevistos, para escapar mentalmente de la agenda del presidente Donald Trump, o la de políticos locales. ¿Pero ya otra cosa es aislarse permanentemente, no? ¿Es posible hacerlo cómodamente? ¿Combinar los dos mundos?
La tecnología lo permite para quien pueda pagar. Agua de pozo o de lluvia; un biodigestor para la inmundicia; energía solar almacenada en baterías; conexión a internet mediante una antena de Starlink. Todo, por alrededor de 500 mil pesos, en una casa para dos o tres.
No es un arribo prístino a la selva, pero vamos, uno no puede volver a nacer.
¿Pero qué casa, en dónde? Conocí recientemente a Juan Enrique Fiorenzano, arquitecto, chilango como el que escribe esto.
Gusta de diseñar habitaciones ligeras de influencia japonesa, hechas con madera, vidrio y luz, forradas de interiores de fibras que salen de las plantas. Él defiende un ethos, una creencia:
Que la arquitectura debe tener un bajo impacto, arriesgarse a “lo imposible sin destruir lo irremplazable”. Su obra, dice él, rechaza el protagonismo que pertenece a la naturaleza y aspira a enmarcar la belleza del mundo. “Por eso construimos menos”. Porque, agrega, el desarrollo no es el enemigo. “La ignorancia lo es”.
Buena parte de la arquitectura reciente del grupo hotelero Habita –propietario de marcas como Condesa DF o La Purificadora– salió de su cabeza, como líder del área. Su proyecto personal se llama Yukateka Studio. Fiorenzano representa una opción de casa.
¿En dónde ponerla? Puede haber varios lugares. Conocí uno cerca de Chichén Itzá llamado Entreselvas, que me presentaron como el “primer” club residencial privado de aventura en México.
Me llamó la atención su dimensión de cientos de hectáreas, comunicadas por planos “caminos blancos” de piedra caliza en donde la infraestructura aparece sin irrumpir como parte del entorno cuya joya es un gran cenote. Eso estuvo bien. Pero hubo otro momento.
Comprendí lo que los miembros del club persiguen cuando llegué a un muelle de unos 50 metros de largo que lleva al centro de lo que parece un lago natural hundido entre enormes rocas que lo enmarcan. Es casi redondo, de unos 300 metros de diámetro, con agua cubierta de hojas verdes, una suerte de rejoyada. Ahí, casi en soledad, no escuché más que pájaros.
En esa propuesta más densa de naturaleza, parece haber un dulce para un mercado en formación: el de quienes quieren y pueden escapar a la Selva ante el ruido de un revoltijo global.