Moneda en el Aire

El poder absoluto en nombre de la ley

Cuando una Constitución es usada como herramienta para permitir que el gobierno vulnere derechos, pierde su esencia y se transforma en un documento que legitima el abuso, un disfraz para el autoritarismo.

Una Constitución, en su esencia más pura, no es simplemente un conjunto de normas jurídicas organizadas sistemáticamente. Es, o debería ser, un pacto social que garantiza y protege los derechos fundamentales de los ciudadanos, un marco que limita el ejercicio del poder, no que lo facilita sin control. Su existencia tiene sentido solo en la medida en que impida que los gobernantes actúen de manera arbitraria. Una verdadera Constitución no puede, bajo ninguna circunstancia, ser un instrumento de opresión legalizada.

Cuando una Constitución es usada como herramienta para permitir que el gobierno vulnere derechos, pierde su esencia y se transforma en un documento que legitima el abuso, un disfraz para el autoritarismo. En tales casos, no hablamos ya de una república constitucional, sino de un régimen que utiliza los símbolos de la legalidad para ocultar su vocación absolutista.

El constitucionalismo auténtico implica la sujeción del poder político a un marco jurídico que lo limita. Supone que los gobernantes se subordinan a las reglas del juego democrático, que respetan los derechos individuales, y que reconocen que su autoridad tiene límites claros e infranqueables. Por el contrario, el absolutismo moderno se caracteriza por una creciente concentración del poder, disfrazada de legalidad, que erosiona paulatinamente las garantías de los ciudadanos.

La historia está repleta de ejemplos en los que gobernantes han utilizado las leyes para perpetuar su control y reducir a cenizas las libertades civiles. Cuando un mandatario modifica la Constitución para facilitar su permanencia en el poder, o para aumentar sus facultades, lo que está haciendo en realidad es vaciar de contenido la idea misma de Constitución.

Una Constitución manipulada al antojo del gobernante deja de ser una garantía para los ciudadanos. Se convierte en un papel mojado, en un recurso ornamental, útil solo como fachada ante la comunidad internacional o ante una opinión pública desinformada. Un régimen que cambia las reglas cada vez que le conviene no tiene Constitución: tiene un panfleto mutable al servicio de sus intereses.

Los verdaderos constitucionalistas no gobiernan para sí mismos, ni para garantizar la hegemonía de su grupo político. Gobiernan para preservar el orden legal y proteger los derechos de todos los ciudadanos, incluso de quienes no votaron por ellos. Entienden que los derechos no son concesiones del poder, sino garantías contra el abuso del poder.

En cambio, el absolutismo disfrazado de constitucionalismo es cada vez más común en regímenes populistas que, valiéndose de mayorías coyunturales, utilizan el Congreso para moldear la Constitución como si fuera plastilina. El resultado es una democracia debilitada, una ciudadanía indefensa y un poder político que ya no rinde cuentas.

Uno de los grandes secretos del éxito institucional de los Estados Unidos es, sin lugar a dudas, la estabilidad de su Constitución. Desde que se proclamó la independencia en 1776 y se promulgó la Constitución en 1787, solo ha habido 27 enmiendas, siendo las primeras diez —la Bill of Rights de 1791— las más significativas. Estas enmiendas, lejos de aumentar el poder del gobierno, han fortalecido los derechos individuales.

La estabilidad jurídica de Estados Unidos ha sido, por tanto, un factor clave de su desarrollo económico, social y político. Los inversionistas, los ciudadanos y las instituciones tienen la certeza de que las reglas del juego no cambiarán de un día para otro. Esa previsibilidad institucional es un activo invaluable.

México, por su parte, ha tenido cinco Constituciones desde su independencia en 1821. Esta última es la vigente, pero es también la más reformada. En México, la Constitución se modifica con demasiada facilidad. Cada sexenio trae consigo una serie de reformas constitucionales que responden más a los intereses del gobierno en turno que a un proyecto institucional sólido y de largo plazo. La Constitución mexicana ha dejado de ser un ancla institucional para convertirse en un menú de reformas a la carta.

Durante el sexenio de AMLO, (2018-2024), las reformas a la Constitución, en lugar de acotar el poder del Ejecutivo, lo han ampliado. Se ha militarizado la seguridad pública, se ha concentrado el poder en manos del presidente y se han debilitado los contrapesos institucionales.

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