En México solo ha existido un instrumento jurídico suficiente para contener al poder cuando este se desborda: el juicio de amparo. Hoy, ese tan importante medio de defensa se encuentra gravemente lesionado.
La reciente reforma a la Ley de Amparo, publicada el 16 de octubre de 2025, modifica aspectos importantes del procedimiento y, en particular, complica el acceso a la suspensión del acto reclamado, es decir, será más difícil frenar, de manera provisional, actos de autoridad mientras un juzgador revisa la legalidad de los mismos. Para la ciudadanía, esto significa estar desprotegidos.
No son tecnicismos jurídicos. La suspensión ha sido siempre el elemento más fundamental en el juicio de amparo, puesto que evita daños irreparables antes de que se dicte la sentencia, al final.
Si se acrecientan las excepciones que la ley dispone para otorgar la suspensión, se incentiva a la autoridad a ejecutar primero y discutir después.
Yo, como litigante de toda la vida, conozco perfectamente que cuando el Estado tiene pase libre sin control, la justicia simplemente no llegará. El mensaje, entonces, es evidente: el piso ya no es parejo.
Con base en lo anterior, no es de sorprenderse que los socios comerciales de México se hayan alarmado. Después de todo, funcionarios de Estados Unidos advirtieron desde 2024 que cualquier reforma que afecte la independencia y la transparencia judicial destruye la confianza de los inversionistas.
Esta preocupación no se trata de asunciones, sino de una observación precisa sobre el riesgo que representa. Es válido preguntarse si habrá jueces capaces y con herramientas suficientes para detener abusos, sobre todo en materia fiscal. Si la respuesta a ello es que cada vez habrá menos, los empresarios, por supuesto, no dudarán en mover sus inversiones a otro lado.
En otras palabras, si el empresario con inversiones en México y en el extranjero advierte que las autoridades del Estado mexicano y, en específico, el fisco tiene pase libre para ejercer su ya constante y altamente observado terrorismo fiscal, lejos de que sus inversiones aumenten, esto producirá simplemente que abandonen la nave.
¿Por qué habrían de desarrollar sus negocios en un lugar en el que el Estado está cada vez más legitimado para quitar lo que en sus “determinaciones” y “cálculos” consideran oportuno?
Ante ello, el dificultar el acceso a la suspensión del acto reclamado, lejos de agilizar la función pública, lo que produce es el desborde y exceso del actuar de la autoridad. Y la inversión productiva, la que le da de comer a cientos de miles de mexicanos, simplemente no se generará por no existir un incentivo para ello.
Entonces, esto no es un asunto interno, no es un problema meramente nacional. En 2026, se realizará la revisión del T-MEC y, evidentemente, nuestros vecinos revisarán con lupa los compromisos que adquieran con el Estado mexicano.
Si los socios comerciales perciben que México está disminuyendo el acceso a la justicia, así como los medios de defensa efectivos y suficientes, la discusión de 2026 no será suave para los representantes mexicanos. Por ende, no es nada inteligente llegar a esa mesa de discusión con nuestro medio de defensa por excelencia debilitado. Sencillamente, no es atractivo.
Y hay que analizarlo: claro que es comprensiva la tentación de cualquier gobierno por “agilizar” su gestión y sus trámites, por cobrar más rápido y más efectivo, así como por ejecutar sin dilaciones.
Pero, como he dicho siempre, si la autoridad aplicara la ley tan fría como es, estaríamos en otra postura. La problemática radica en que se ha vuelto un hecho en extremo notorio y de conocimiento público que nuestros servidores públicos no suelen seguir la ley al pie de la letra, sino que tienen la costumbre de doblarla a su conveniencia para obtener sus propios beneficios.
Por ello es que la suspensión como medida cautelar del juicio de amparo no es un mero capricho de los abogados postulantes, sino que es una garantía para que el proceso constitucional sea en efecto funcional.
Cuando el Estado se encuentra obligado a cumplir con una medida cautelar, no es que pierda poder; más bien gana legitimidad por someterse a las reglas de juego que otorgan al gobernado una igualdad de condiciones.
¿Qué hacemos, entonces? Primero, dejar sumamente claro que la suspensión no es un obstáculo. Lo que estorba el desarrollo y la agilidad de nuestros procesos no es un juez que concede una medida cautelar. Es sencillamente un cúmulo de autoridades que se han acostumbrado a actuar arbitrariamente, sin fundar, sin motivar y sin determinar de fondo si su actuar se ajusta a derecho.
¿Qué hacer? Primero, desmontar la noción de que la suspensión es obstáculo sistémico. Lo que estorba al desarrollo no es un juez que concede una medida; es la autoridad que dicta actos mal fundados.
Por otro lado, entender a profundidad que en las mejores sociedades y naciones no se detiene con freno de mano, sino con buenos frenos. Esto es, sin extorsiones del poder; sin excesos; sin abusos irremediables.
Por lo que una figura jurídica suficiente y precisa como la suspensión del acto reclamado dentro del juicio de amparo, al usarse como hasta hace poco se usaba, más bien incentivaba a los particulares a mejorar la economía, al sentirse seguros encontrando posibilidad de defenderse.
Por eso, es entendible que la comunidad internacional pida reglas claras, garantías y juzgadores eficientes. Si México quiere volverse atractivo a los inversionistas extranjeros y defender su posición en la revisión del T-MEC, debe pensar con detenimiento los arrebatos legislativos internos antes de seguirse saboreando su insaciable recaudación.
En fin, la reforma ya es ley. Pero aún estamos a tiempo de enderezar nuestro rumbo, porque un país sin medidas cautelares efectivas no es más ágil, es más arbitrario. Y la arbitrariedad de la autoridad, en cualquier parte del mundo, jamás podrá ser atractiva para el gobernado.