El fiscal de hierro

La generación sin valores

El homicidio de un joven en el CCH Sur no es un delito más: es una señal de alarma. Una generación está creciendo sin guía, sin rumbo y sin valores.

Lo ocurrido en el CCH Sur no es un hecho aislado ni un accidente inexplicable. Es la consecuencia directa de un problema que como sociedad hemos dejado crecer: la pérdida total de valores.

Un joven privó de la vida a otro dentro de una escuela, en horario de clases, a plena luz del día. No fue un arrebato momentáneo, sino el resultado de una deformación moral y mental que empieza desde casa, continúa en el colegio y termina manifestándose en internet, donde estos jóvenes trastornados encuentran comunidades que alimentan su resentimiento y frustraciones.

Esto no es un tema de análisis; la respuesta es evidente: el agresor está enfermo, pero su enfermedad no nació con él. ¿Qué debe pasar por la mente de alguien para formar parte de grupos como este llamado “incels”? Estimado lector, “incels” o “involuntariamente célibes” es un grupo de jóvenes degenerados que pretenden etiquetarse como minoría o personas discriminadas porque las mujeres supuestamente no quieren tener contacto sexual con ellos.

Esta supuesta discriminación hacia ellos es lo que, en su lógica, los autoriza a llevar a cabo conductas de odio en contra de otras personas y, particularmente, en contra de las mujeres.

Esa mente no se forma sola. Se forma en hogares donde no hay límites, donde los padres ya no educan, sino que toleran; donde la autoridad se volvió una palabra vacía. Se forma también en una sociedad que confunde libertad con libertinaje, derechos con caprichos, y donde cualquier frustración se convierte en excusa para la agresión. Ya los grupos autocatalogados como este sobran en nuestra sociedad.

En los foros de internet donde participan estos grupos, lo que se respira es resentimiento puro. Son jóvenes que no saben relacionarse, que no toleran el rechazo, que odian a quien tiene lo que ellos no. Allí se mezclan la soledad, la frustración, la falta de identidad y la ausencia o inexistencia de propósito. Y cuando no hay contención, se vuelve toda una patética conducta y triste tragedia.

El problema no es solo del muchacho que actuó. Es de todos los adultos que no estuvieron a tiempo, de los padres que omitieron prestar atención a sus hijos, de los maestros que se limitan a cumplir horario, de las instituciones que prefieren no intervenir para no pisar callos de mal llamadas “minorías”. Cada uno contribuyó, por omisión o por indiferencia. Eso es precisamente el resultado del silencio.

Hoy muchos jóvenes crecen sin figuras de autoridad. No tienen miedo a nadie, no respetan nada y, lo más grave: no reconocen el valor de la vida y dignidad humana ajena. Hablan de “libertad”, pero no saben lo que significa la responsabilidad. Hablan de “identidad”, pero no encuentran cabida en el mundo de la mínima decencia. Hablan de “derechos”, pero desconocen los deberes. Todas estas personas son un mal cada vez más común; exigen todo y dan nada.

Las redes sociales agravaron el problema. Allí cualquiera puede encontrar a otras personas que validen su odio, su rencor, su estupidez y/o su trastorno. En esos espacios, el límite entre lo real y lo enfermizo desaparece. Lo venimos viendo suceder todos los días en Estados Unidos, pues ya no son casos lejanos; ya está ocurriendo en nuestro país.

Mientras tanto, seguimos permitiendo que los jóvenes crezcan en una cultura del vacío. Se les enseña que todo es relativo, que no existe el bien ni el mal, que cada quien “tiene su verdad”. Esa es la puerta de entrada al desastre moral. Si nada es bueno ni malo, entonces todo vale. Si todo vale, la vida también deja de tener valor.

Y, si me estás leyendo tú, joven “reprimido”: cada quien no tiene su verdad, solo existe una realidad, una única. Todo fuera de eso son apreciaciones subjetivas basadas en opiniones propias y sin sustento. Así como exiges “respeto”, el cual, dicho sea de paso, tú no te das, procura respetar a los demás, procura tolerar otras opiniones.

No olvidemos, por ejemplo, la nueva corriente “woke”. Ideologías trastornadas que alimentan la confusión y reducen todo a etiquetas y victimización. Se les permite a los jóvenes creer que todos los demás somos culpables de su infelicidad. Todo es nada más un mensaje perverso que descansa en el libertinaje mal llamado “libertad”. Y así, entre culpa difusa y resentimiento colectivo, se pierde todo el sentido de la ética y la moral.

Antes, los padres corregían. Hoy, piden permiso para corregir. Los maestros enseñaban disciplina. Hoy, temen a los alumnos. La familia era un espacio de formación; ahora es un espacio de negociación. Se perdió el respeto al adulto, al maestro, a la autoridad, y con ello se desmoronó la base moral que sostenía a nuestra sociedad.

Cuando un joven priva de la vida a otro en una escuela, no lo hace solo. Lo acompañan la indiferencia de sus padres, la tibieza del sistema educativo y la renuncia de una sociedad que ya no se atreve a decir lo que está mal. Este caso debería obligarnos a detenernos.

El homicidio de un joven en el CCH Sur no es un delito más: es una señal de alarma. Una generación está creciendo sin guía, sin rumbo y sin valores. Y cada vez que decimos “pobrecitos, están confundidos”, les damos permiso para seguir caminando hacia la nada.

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