El fiscal de hierro

¿Qué pasó con el abogado?

Basta de perseguir abogados por el solo hecho de ejercer su profesión. No hay Estado de derecho sin abogacía libre. No hay justicia sin abogados valientes.

Vivimos tiempos de profunda desconfianza. Hoy, en México, la figura del abogado, antes asociada al conocimiento, la estrategia y la justicia, ha sido degradada y reducida a sinónimo de complicidad, corrupción o tráfico de influencias. Hoy más que nunca, ser abogado en nuestro país es ejercer en un medio de brutal desinformación, prejuicios y una fuerte descomposición institucional.

Es cierto, hay abogados corruptos, como también los hay médicos, policías, periodistas y políticos. Pero mientras la sociedad aún reconoce la necesidad de médicos, maestros o ingenieros, el abogado se ha convertido en un chivo expiatorio de un sistema que ya no cree en la justicia, ni en la moral, ni en la ética.

¿En qué momento el litigante dejó de ser visto como garante de derechos y pasó a ser visto como un ente maligno? ¿Cuándo se sustituyó el ideal del defensor por la del “coyotero” y el “abogado del diablo”? ¿Cómo es que permitimos que se prostituyera nuestra profesión?

La verdad incómoda es que esta percepción no es espontánea, sino que es el fruto de una paulatina podredumbre desencadenada desde el propio Estado. La corrupción en el sistema de justicia no nació de la abogacía, sino de la impunidad institucional. Muchos abogados honestos han sido testigos y víctimas de cómo ministerios públicos abandonan por completo la norma, cómo juzgadores doblan nuestra Constitución ante intereses políticos, cómo expedientes se fabrican como si de una novela de ciencia ficción se tratara o cómo simplemente desaparecen y nadie sabe qué pasó.

En este contexto, el abogado que se enfrenta con ética, con conocimiento y con carácter representa una amenaza y le incomoda a la asquerosa mayoría. Después de todo, incómoda, aunque sea solo por parte de uno, que se exija lo que ya nadie quiere garantizar, ni proteger. Ahora se ve mal la exigencia del debido proceso, presunción de inocencia, debida diligencia y deber de objetividad.

Hoy, defender contra el Estado, ir contra corriente, no es solo litigar un asunto: es desafiar al poder, es lastimar la infamia institucional, es ir “en contra del Águila”.

¿Quién defiende, entonces, a los abogados? ¿Quién alza la voz cuando se nos persigue por desempeñar el libre ejercicio de nuestra profesión? ¿Quién denuncia cuando se nos amedrenta, se nos investiga o se nos estigmatiza simplemente por representar a quienes incomodan?

Yo no tengo empacho en decirlo: hoy ser abogado es un acto de resistencia. Resistimos la fosa séptica populista mal llamada “gobierno”, “Estado”, “sistema de justicia”. Resistimos ante el flagrante asesinato de nuestro Estado de derecho.

La sociedad debe entender que el abogado no es el enemigo. El verdadero adversario de la justicia es quien usa el derecho como instrumento de presión, quien prostituye nuestra profesión. En cambio, el abogado honesto, el que litiga con pruebas, con ley y con valentía, es un muro de contención frente al autoritarismo, es la última línea de defensa de lo que queda del derecho.

Al gremio le digo: no claudiquemos. No permitamos que el miedo, la presión o el amedrentamiento nos hagan bajar la cabeza. Sigamos denunciando las irregularidades, exhibiendo los abusos, defendiendo causas justas, aunque duelan, aunque incomoden. La historia pone en su sitio a quienes resisten con dignidad.

Y al Estado mexicano le exijo: dejen de castigar la defensa. Basta de perseguir abogados por el solo hecho de ejercer su profesión. No hay Estado de derecho sin abogacía libre. No hay justicia sin abogados valientes.

Pues, al final, la incógnita no es quién defiende al abogado, sino: ¿quién va a defender a los mexicanos?

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