El pasado 20 de mayo, martes, a plena luz del día, en hora pico y en una de las avenidas más transitadas de la Ciudad de México, como lo es Calzada de Tlalpan, fueron asesinados brutalmente dos jóvenes. No fue en un callejón oscuro, ni en la discreción de la madrugada. Fue a la vista de todos, mientras la ciudad despertaba, mientras la gente se trasladaba a sus trabajos, mientras la vida capitalina transcurría con aparente normalidad. Uno, dos, tres, quién sabe cuántos disparos necesitó el asesino, fulminantes e irreversibles.
Y, sin embargo, la respuesta de la sociedad se volvió tan preocupante como el hecho mismo.
Es desalentador ingresar a las redes sociales y volverse espectador de la putrefacción en que se encuentra nuestra sensibilidad colectiva. No hubo compasión ni solidaridad. En lugar de exigir justicia y lamentar una tragedia, las opiniones versaron en juicios instantáneos y conclusiones prematuras: “seguro fue una venganza o ajuste de cuentas”, “eso les pasa por andar con Clara Brugada”, “eran ratas”, “ahí están las promesas de seguridad de Morena”. ¿De qué se trata? ¿En qué momento perdimos nuestra humanidad?
Nadie parece reconocer que este hecho es profundamente lamentable. Nadie parece recordar que esas dos personas tenían familias, amigos, ilusiones y planes; tenían un futuro. Nadie parece darse cuenta de que, más allá de los chismes y especulaciones, hubo un crimen. Hubo un crimen que debería dolernos, que nos agrede como sociedad. Sencillamente, porque no existe justificación alguna para ejecutar a alguien como se privó de la vida a esos jóvenes. No importa el partido, no importa el color, no importa el gobierno, no importa para quién trabajen, no importa si eran conocidos o no; los mataron y los mataron frente a la ciudadanía.
Ahora bien, ya vendrá el momento para que las autoridades investiguen y esclarezcan los hechos. Ya será responsabilidad de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México llegar al fondo del asunto y encontrar a los responsables. Pero esa no es la discusión; la verdadera tragedia es otra: el silencio, la apatía, la indiferencia.
Nos hemos acostumbrado a ver a la gente morir como si estuviéramos en una película o en una serie. Qué fácil se nos hace ahora sacar el celular para grabar, pero no para llamar al 911. Vemos a alguien desangrándose en la banqueta y preferimos tomar un video, antes que detenernos a preguntar si necesita ayuda. Nos volvimos espectadores de la tragedia y consumidores de la violencia.
Y no me malinterpreten. No estoy diciendo que todos debamos convertirnos en héroes. Sé bien que el panteón está lleno de héroes y de limpios. No, no se trata de eso. Se trata de humanidad. Se trata de no quedarnos plasmados ante la injusticia. Se trata de, por lo menos, tener la decencia de ofrecer apoyo, una palabra, una mano, una llamada, lo que sea. Pero hoy ni eso ocurre.
La gente está más preocupada por ver a quién echarle la culpa que por entender el fondo y observar el resultado. Nos polarizamos tanto que ya no somos capaces de sentir empatía por nadie. Como si el dolor tuviera partido político. Como si la muerte distinguiera ideologías.
Es urgente que nos miremos al espejo. Es urgente que recuperemos el sentido de ética y moral. Si no somos capaces de indignarnos ante la muerte, si no somos capaces de llorar por la violencia, entonces estamos perdidos. Porque el problema no es solo la delincuencia. El problema somos también nosotros, nuestra indiferencia, nuestro cinismo y nuestra cobardía. Y, mientras tanto, dos y muchos otros jóvenes, ya no están...
Finalmente, aprovecho este espacio para dar mi más sentido pésame a las familias y amigos de todas las víctimas de la violencia del país. Pronta resignación.