Hace unos días, se dio a conocer un hecho que debe generar una profunda decepción en cuanto a los valores de las y los mexicanos. El Auditorio Telmex de Guadalajara fue el escenario de un acto que ofende profundamente la conciencia y moral de México, pues un grupo musical, durante su espectáculo, determinó enaltecer con canciones y proyectar en pantallas a Nemesio Oseguera Cervantes, El Mencho, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación.
No es un secreto que los denominados “corridos” se han vuelto himnos de enaltecimiento del narco, como si éstos fueran héroes o benefactores del pueblo.
Circunstancia que resulta del todo indignante.
Ante este hecho aislado en Guadalajara, Jalisco, se dio la obvia respuesta institucional, pues la Fiscalía General de Justicia del Estado de Jalisco dio inicio a las investigaciones correspondientes por conductas que pudieren configurar el delito de provocación de un delito y apología de éste o de algún vicio, previsto y sancionado por el artículo 142 del Código Penal para el Estado de Jalisco.
Así, también, el gobernador del estado, Pablo Lemus, como respuesta natural, vetó a estos artistas que cínica e ilícitamente se han encargado de glorificar la delincuencia, lo que produjo, a su vez, la cancelación de estos conciertos en diversos municipios. Pero la indignación no termina ahí, pues el problema no es solo de la delincuencia organizada, ni de los músicos que los alaban; la verdad, tan cruda como es, es que el narco no canta solo, pues tiene una audiencia conformada por muchas y muchos mexicanos.
Es muy fácil imputar toda la responsabilidad a los grupos de delincuencia organizada y a los políticos corruptos, pero lo cierto es que esto también es responsabilidad de una sociedad que aplaude, consume, comparte y normaliza la cultura del narco, como si se tratara de una moda o de un fenómeno artístico normal.
Es un hecho, devastador, que la gran parte del éxito de estos “corridos”, “corridos tumbados”, “narcocorridos” y/o “corridos bélicos” se debe al consumo masivo de la juventud mexicana. Incluso los niños cantan con convicción las letras ilícitas de estas mal llamadas “canciones”. Finalmente, estos temas “musicales” no solo hacen apología del delito, sino que también distorsionan profundamente la percepción de la realidad.
En estos relatos, el asesino es un valiente, el traficante es un patriota y el criminal es un “Robin Hood”. Pero el daño no termina ahí, pues esto también se ve en las pantallas, en las famosas “narcoseries” que se han vuelto un éxito en plataformas digitales y en cadenas de televisión.
En ellas, los delincuentes son mostrados como carismáticos, como víctimas de un sistema injusto, como gente leal y estrategas brillantes, cuando lo cierto es que son todo lo contrario.
¿Por qué en esas series no aparece el dolor de las víctimas, los niños huérfanos, las madres desoladas, los policías que perdieron su vida?
Esto yo lo viví, aún recuerdo cómo se vivió la detención de Rafael Caro Quintero. ¿Cómo es posible que, después de que muchos compañeros perdieron y sacrificaron su vida, después de un esfuerzo incalculable de años, se diera la venta de playeras con la frase “quiero ser como Caro Quintero”?
Decir que esto es “libertad de expresión” es un intento desesperado por justificar un actuar ilícito. No es “arte”, ni “entretenimiento”, maquillar la tragedia de cientos de miles de mexicanos. Esto no es “cultura”, es delito.
Después de todo, la delincuencia organizada no sólo se financia del dinero del narcotráfico, también lo hace del prestigio social y la mercadotecnia que estos pseudoartistas producen mediante la venta de un producto podrido que, lo peor del caso, es que la sociedad consume e idolatra. Cuán absurdo es que los jóvenes miembros de la delincuencia organizada digan cosas como “yo quiero ser como El Chapo”.
La pregunta es natural: ¿Quién les vendió esa idea? Aparte de la falta de educación, fueron también los cantantes, los productores, las plataformas de streaming y todos aquellos que lucran de una narrativa criminal vestida de éxito.
Como sociedad mexicana debemos entender que la legalidad no solo viene de las instituciones de impartición de justicia, sino que viene también desde el salón de clases, de la casa, desde los escenarios y las pantallas. No se trata de censurar, sino de exigir responsabilidad. Es distinta la libertad de expresión que un libertinaje que proviene de la desesperación de lucrar con la propagación del odio, la violencia y la delincuencia.
México necesita influencia de artistas y productores que celebren la vida y no la muerte; que cuenten historias de justicia, no de impunidad.
Es para catalogar de asquerosos e inhumanos a todos aquellos que se benefician de la apología del delito.
Después de todo, el narco no canta solo.