En México, la soberanía se agita como un estandarte de orgullo, pero en la práctica es de papel. Se invoca como principio sagrado para rechazar la ayuda de Estados Unidos, mientras en amplias regiones los cárteles imponen sus propias leyes. Se defiende con discursos encendidos frente a Washington, pero se entrega sin resistencia a la dependencia energética, comercial y tecnológica. Se alega la “soberanía de los pueblos” para evitar condenar, incluso, crímenes de lesa humanidad en países como Venezuela y Nicaragua.
En 2008, tras el secuestro y asesinato de su hijo, Alejandro Martí lanzó una frase que debería perseguir a cualquier gobierno mexicano: “Si no pueden, renuncien”. Lo dramático es que, más de quince años después, esa frase sigue vigente porque confirma que la incapacidad del Estado para garantizar la seguridad no fue un accidente ni una coyuntura, sigue siendo una constante, hoy con más de 130,000 desaparecidos en el país.
México no ha podido o no ha querido combatir de forma efectiva al crimen organizado. Los homicidios siguen en cifras récord, los desaparecidos se cuentan por decenas de miles, las extorsiones aumentan y el tráfico de drogas sintéticas como el fentanilo fluye sin freno hacia EU. Cambian las estrategias, cambian los discursos, la “guerra contra el narco” de Calderón, la continuidad pasiva de Peña Nieto y los “abrazos, no balazos” de López Obrador. Ninguna ha roto la estructura de impunidad que permite a los cárteles actuar como verdaderos poderes paralelos.
En su reciente reunión con la presidenta Claudia Sheinbaum, Marco Rubio volvió a plantear ayuda por parte de los EU, o en su caso intervenir para combatir al crimen organizado, el gobierno mexicano respondió que no la aceptaría porque eso “violaría la soberanía nacional”.
Si México fuera realmente soberano, no dependería en más de un 70% del gas natural que importa de Estados Unidos para que funcione buena parte de su industria. Bastaría que Washington cerrara la válvula para que media economía mexicana se paralizara. No sería la primera vez. En febrero de 2021, una tormenta invernal en Texas provocó un corte en el suministro de gas y México sufrió apagones masivos en varios estados.
Si México fuera soberano en términos comerciales, no tendría como principal mercado a un solo país que, cuando quiere, impone aranceles, cuotas o inspecciones. Eso es parte del derecho soberano de Estados Unidos, aunque incomode a México. Lo que molesta no es que Washington lo haga, sino que desde México se reclame como si fuera una agresión injustificada, mientras se acepta sin cuestionar la dependencia en energía, tecnología, remesas y capital extranjero. Pero hay más: la soberanía que tiene que ver con el sistema financiero mexicano. El FinCEN norteamericano puede,en cualquier momento, poner a temblar a todo el sistema financiero mexicano.
La contradicción es evidente. Se invoca la soberanía para rechazar la intervención estadounidense, pero no para enfrentar a quienes dentro del propio territorio ejercen soberanía de facto y además generan toda la migración hacia EU. Los cárteles deciden quién vive y quién muere, qué se produce, qué se vende y hasta quién puede ser candidato o gobernar en ciertas regiones. Controlan carreteras, cobran “impuestos” a productores y comerciantes, dictan toques de queda y expulsan comunidades enteras.
Si la soberanía solo significa control efectivo sobre el territorio y monopolio legítimo de la fuerza, México ha perdido soberanía en amplias zonas del país. Los mapas políticos dicen una cosa, pero la realidad dice otra.
Entonces, ¿qué le queda al ciudadano común? Muy poco. Puede exigir seguridad, pero hacerlo implica desgaste, frustración y, en ocasiones, riesgo personal o desaparición. Puede organizarse en manifestaciones o movimientos de víctimas, que logran avances puntuales pero difícilmente cambian la política de seguridad a nivel nacional. Puede replegarse, cambiar de ciudad o de vida para evitar riesgos. Puede emigrar, como ya han hecho millones de mexicanos migrantes. En el extremo, puede armarse y formar autodefensas, con el riesgo de que el propio Estado lo persiga por “romper la ley” mientras los verdaderos criminales siguen libres.
La invocación de la soberanía nacional termina siendo una frase hueca que no les protege de nada. Se usa como escudo político para rechazar ayuda que podría salvar vidas y para envolverse en la bandera nacional, pero no como compromiso real para ejercer control efectivo sobre el territorio. Se defiende la soberanía frente a otro Estado, pero no frente a las fuerzas criminales que mandan dentro del país.
En este contexto, la frase de Alejandro Martí se vuelve doblemente brutal: “Si no pueden, renuncien”. No es ya un reclamo moral, es la constatación de que el Estado mexicano se aferra a una soberanía que no puede ejercer, mientras sus ciudadanos pagan el precio en vidas, miedo y silencio. Lo más triste es que quince años después, ni renuncian ni pueden.