A veces, para entender una guerra, hay que mirar otra. En el tablero geopolítico de Medio Oriente, algunos precedentes ofrecen claves para explicar conflictos que, a simple vista, parecen desconectados. Uno de los más reveladores tuvo lugar en Siria, donde el régimen de Bashar al-Assad logró sostenerse durante más de una década gracias al respaldo de dos aliados fundamentales: Rusia y la República Islámica de Irán. Moscú brindó cobertura aérea, apoyo logístico y respaldo diplomático; Teherán aportó financiamiento, asesores militares y su brazo armado regional: Hezbollah.
Ese andamiaje comenzó a desmoronarse cuando Rusia, concentrada en su invasión a Ucrania, redujo drásticamente su presencia en Siria, mientras que Israel golpeaba con eficacia las estructuras operativas de Hezbollah, debilitando su capacidad de acción. Assad no tuvo una derrota fulminante, sino un colapso paulatino de sus pilares externos.
Ese mismo patrón podría repetirse ahora con la guerra en Ucrania. En los últimos años, Irán se ha convertido en el proveedor clave de armamento para Moscú, en particular de drones Shahed-131 y 136. Estos drones, económicos y efectivos, han sido utilizados para atacar infraestructura civil y energética ucraniana, forzando a Kyiv a emplear interceptores costosos para neutralizarlos. Más allá del suministro directo, Irán también transfirió tecnología y conocimientos que permiten a Rusia ensamblar drones en su propio territorio, con asistencia de ingenieros iraníes en Tartaristán. El vínculo se profundizó aún más con la entrega de misiles balísticos de corto alcance, como los Fath-360, de mayor precisión y capacidad destructiva.
Pero ese eje militar se encuentra hoy bajo presión directa. La guerra abierta entre Israel e Irán ha escalado rápidamente y ya no se limita a ataques quirúrgicos. Hace solo unos días, Estados Unidos bombardeó instalaciones críticas, incluida la planta de Fordow, un centro neurálgico del programa nuclear iraní. También fueron atacados otros sitios vinculados al refinamiento de uranio y a la producción de misiles. Esto representa un giro estratégico de alto riesgo: por primera vez en años, Irán no está proyectando poder regional, sino defendiendo su propio territorio frente a ataques simultáneos de Israel y Estados Unidos.
El golpe a Fordow no solo afecta la capacidad nuclear de Irán: también erosiona la estructura industrial y logística que ha sostenido su alianza con Rusia. Cada dron que antes salía rumbo a Ucrania, ahora compite con la necesidad urgente de defensa doméstica. Irán no solo perderá capacidad ofensiva, perderá también su rol como proveedor estratégico de Moscú. A eso se suma un factor económico vital. Más del 80 % del crudo iraní se vende hoy a China, entre 1.3 y 1.8 millones de barriles diarios. Estos ingresos financian a la Guardia Revolucionaria, el programa de misiles y la red de milicias regionales. Si ese flujo comercial se interrumpe, por sanciones, ataques o por una decisión geopolítica de Beijín ante el aumento de riesgo, las consecuencias podrían ser devastadoras para Teherán. Y, por extensión, para Moscú.
Desde el inicio de la invasión en 2022, Rusia ha dependido de Irán no solo como aliado ideológico, sino como socio militar funcional. Por eso, los recientes ataques israelíes y ahora estadounidenses a la infraestructura militar y nuclear iraní tienen implicaciones que van mucho más allá del conflicto en Medio Oriente: podrían representar un respiro estratégico para Ucrania.
Este panorama confirma una verdad incómoda de la geopolítica contemporánea: las guerras ya no se trazan por continentes, sino por redes logísticas, flujos tecnológicos y alianzas de conveniencia. Lo que ocurre en una fábrica subterránea en Isfahán o en una planta nuclear en Fordow puede alterar el curso de una ofensiva en Járkov.
Occidente debe entender que no hay guerras separadas. No existe un frente en Ucrania y otro en Medio Oriente: hay un solo tablero global donde se juegan todas las partidas a la vez. Y en ese tablero, cuando un socio se debilita, todo el eje comienza a crujir. La presión simultánea sobre Irán puede no sólo contener sus ambiciones regionales, sino también acelerar un desenlace en Ucrania.
Rusia, consciente de su creciente aislamiento y de los límites de su base industrial, podría verse forzada a recalibrar su estrategia. Tal vez, no como el que fue derrotado, sino como el que se retira para “resolver” conflictos. Porque en este ajedrez, a veces el silencio del peón anuncia el movimiento del rey.