Desde su llegada al poder y especialmente desde que logró construir mayorías en el Congreso de la Unión, el oficialismo ha aprobado Leyes sin consenso. Desgraciadamente esta práctica anti-democrática persiste con todos los efectos negativos para la sobrevivencia de nuestra República. El más reciente ejemplo, es la aprobación de la Ley General de Aguas y de las reformas a la Ley de Aguas Nacionales.
La forma en que se aprobaron parece un catálogo de todo lo que no debe hacerse: inexistencia de diálogo real con los destinatarios de la norma en el proceso de construcción de las iniciativas, incumplimiento de la obigación de realizar la consulta indígena previa, parlamentos abiertos simulados, proceso accidentado de dictaminación, convocatoria furtiva a la discusión, negativa de acceso al recinto legislativo a manifestantes y abuso de las reservas parlamentarias.
Por otro lado, está el fondo del asunto. El debate sobre el uso del agua en México parece estar claro. Por un lado, están quienes consideran que el Estado puede decidir centralmente como se destinarán los recursos hídricos de la nación. En la otra visión, están los agentes productivos y quienes los respaldan en su lucha por mantener su autonomía de acción.
En un inicio, el gobierno propuso en la iniciativa un modelo que francamente colocaba a los productores y gestores privados y civiles en una posición de supeditación a las burocracias administrativas.
Como era obvio y sensato, esta pretensión autoritaria fue resistida por los actores sociales y económicos mediante eficientes demostraciones en las calles. Fue tal la fuerza de estas acciones que el gobierno tuvo que recular y reformular su replanteamiento original, supuestamente tomando en cuenta algunos puntos de los quejosos y de otras fuerzas políticas del país.
Aunque el dictamen final de la Comisión dictaminadora introdujo algunos cambios, mantuvo muchas de las inconsistencias y amenazas de la iniciativa presidencial.
Dado el estilo de gobernar de quienes controlan al poder ejecutivo no existe realmente seguridad de que este organismo actuará con criterios técnicos claros y no de forma discrecional. En el nuevo planteamiento, persiste el peligro de que se centralicen las decisiones.
A esto hay que agregar que, como suele ser en el caso de este gobierno, la propuesta no parece venir acompañada de un presupuesto suficiente.
Existen también posibles ambigüedades entre diversas partes de estas Leyes, como es el caso de los artículos 22 y 49 de la Ley de Aguas Nacionales. Líderes campesinos se han quejado de que el contraste entre estos dos articulados no permite aclarar cómo se regularán las transferencias del líquido.
Esto es importantísimo porque deja abierta la posibilidad de que existan anomalías contraproducentes en el mercado debido a la intervención regulatoria del Estado. Con esto no se pretende decir que el intercambio de recursos hídricos no pueda ser mínimamente regulado, pero hay un problema cuando son los propios actores sociales los que advierten una intromisión inadecuada de la burocracia.
La concentración de tanto poder en la Conagua seguramente conducirá a una mayor corrupción dentro del organismo, toda vez que ya no existe la infraestructura de organismos autónomos que permitían vigilar su actuación.
El problema con la Leyes propuestas parece ser uno de origen. Lo que está mal es su concepción inicial que hace que los remedios sugeridos no solucionen las dificultades primigenias.
La centralización administrativa, la concentración de poder por parte de burocracias administrativas, la sobre-regulación de las acciones espontáneas y libres de los actores sociales es lo que se encuentra en la raíz del predicamento. Desde hace tiempo, lo que hace falta al legislar, es escuchar y atender la voz ciudadana. Las ley y reformas que aprobó la mayoría en materia hídrica es una clara muestra de lo que sucede cuando se gobierna de espaldas a la nación.
