Hablemos de Donald Trump y del deterioro democrático del sistema político estadounidense como sumario del autoritarismo que avanza, no solo en Estados Unidos; el deterioro de la democracia se extiende por países latinoamericanos, Europa y en partes de Asia por causas que tienen semejanzas sustanciales.
Valores de la democracia como libertad política e igualdad en derechos han quedado a gran distancia de la realidad que se vive en muchos países donde, no por casualidad, el Estado ha perdido atribuciones y capacidades para afrontar y resolver demandas sociales acrecentadas por crisis cada vez más complejas.
El poder público disminuido no se perdió, sino que se reconfiguró y privatizó en los consejos administrativos de poderosas corporaciones.
La incongruencia entre valores democráticos y realidad enfáticamente marcada por desigualdades de todo tipo creó una situación fértil para la crítica a un orden que se muestra incapaz de dar soluciones, y al mismo tiempo propicia discursos y acciones políticas de tendencias autoritarias.
Todo comenzó ante la pérdida de dinamismo del crecimiento económico, en los años 80, cuando el neoliberalismo se entronizó culpando al Estado para justificar que se le fueran reduciendo atribuciones y capacidades en los países que se ciñeron al Consenso de Washington —como fue el caso de México— hasta hacerle perder una que es crucial para gobernar, consistente en mantener en el imaginario colectivo un conjunto de expectativas de mejora familiar y personal asociadas al crecimiento económico y al bien común.
Ante la agudización de las desigualdades sociales, la generalización de los empleos precarios y la baja de los salarios, lo mismo en Alemania que en España o Estados Unidos, en Argentina o en México, y ante las atribuciones y recursos del poder público que se privatizaban en corporaciones transnacionales, fue quedando al desnudo el carácter ficticio e inasequible de los valores a los que la democracia republicana ha debido su éxito.
El orden republicano desempeñó, con razonable eficacia, el arte de gobernar al haber conseguido que la sociedad confiara en que todos los ciudadanos son libres e iguales ante la ley, y que ese ideal legitimaba los esfuerzos del Estado por alcanzar un crecimiento económico mayor que derramaría sus beneficios a todos los estratos de la sociedad.
El discurso liberal democrático consistía en la exaltación de las libertades y de la igualdad como factores de confianza en que los esfuerzos del Estado para fomentar e impulsar inversiones privadas y acelerar el crecimiento económico redundarían en el bien común.
Con el neoliberalismo, las capacidades que tuvieron los estados y que ejecutaban los gobiernos se reconfiguraron y les fueron transferidas a corporaciones tecnocráticas, verdaderos imperios privados que están fuera del alcance de cualquier posibilidad de participación ciudadana. El poder público dejó de ser contrapeso de un poder económico que alcanzó niveles extremos de concentración en la mayoría de los países, México entre ellos.
Esa transformación de atribuciones públicas en privadas tuvo dos factores en su favor: la política neoliberal de “dejar hacer, dejar pasar” a los mercados “libres” como contexto político de la transformación tecnológica basada en la digitalización generalizada, automatización de procesos, interconectividad global, etcétera, que posicionó algunas empresas a la vanguardia en competitividad.
Ventajas tecnológicas y mercados sin ética política o social fue la combinación perfecta para que las corporaciones aventajadas lograran establecer un dominio monopólico que las haría inmensamente ricas y poderosas.
Unas cuantas corporaciones en servicios financieros y bancarios como BlackRock en el mundo, los negocios digitales como Amazon o Meta y en otras actividades como salud y biotecnología, información y comunicación, son las que toman o promueven las decisiones trascendentes propias de las políticas económicas de gobiernos, y que afectan inversiones, empleos y salarios a nivel global.
Mientras que los gobiernos y congresos pueden, en principio, ser controlados democráticamente, y los ciudadanos pueden luchar por sus derechos, ganando a veces, otras perdiendo, nada de eso puede hacer frente a las grandes corporaciones privadas.
El poder que en otro momento tuvieron los estados y gobiernos se acerca ahora al del ejecutor de un régimen supranacional controlado por un puñado de corporaciones transnacionales.
El Estado liberal democrático se ha quedado sin recursos para proteger a sus ciudadanos de los poderes monopólicos en los mercados. El G7, por ejemplo, acaba de eximir de impuestos a los negocios digitales estadounidenses.
El descontento social consecuente y la desconfianza en los gobiernos “democráticos” ha dado lugar a que se impongan movimientos autoritarios que, en el fondo, sirven a los intereses corporativos transnacionales, con las particularidades de cada nación.
La democracia se ha debilitado por la distancia entre sus promesas libertarias e igualitarias y la cruda realidad; restablecerla pasa por el empoderamiento de Estados ideológicamente cercanos al bienestar común.