Contracorriente

Economía y democracia

El debate no es si son necesarios cambios para frenar las desigualdades y otros males que amenazan el bienestar y aun la supervivencia de la inmensa mayoría de las sociedades, sino si es posible avanzar con reformas sustantivas.

El siglo XXI no ha sido un tiempo propicio para el avance de la democracia, sino para su retroceso en todo el mundo; esta es una crisis política, aunque en los hechos es, junto con el empeoramiento de las desigualdades sociales, las bajas inversiones productivas, los empleos precarios y los salarios a la baja, una y la misma crisis global.

En todos los continentes están llegando al poder quienes prometen transformar el estado de cosas con el que la mayoría está inconforme, por motivos que tienen que ver con el hecho de que desde hace décadas, la política económica de los gobiernos ha dejado de ver por el bienestar común.

Decíamos en este espacio hace dos semanas que entre los grupos pensantes dedicados en varios países a imaginar alternativas, hay que distinguir a quienes consideran que el sistema es reformable y quienes no lo creen así y piensan que seguirán agudizándose sus contradicciones autodestructivas.

Entre los primeros hay reformistas de derecha -como Donald Trump-, que impulsan políticas que favorezcan fiscal, laboral y financieramente a las empresas, y otros -como Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía 2001- considerados progresistas (neokeynesianos) que sostienen que el capitalismo no puede progresar con altos índices de desigualdad, y que le corresponde al Estado domesticar a los mercados para ponerlos al servicio de la sociedad.

Los que no creen que el capitalismo se redima a sí mismo rebaten argumentando -con El Capital, de Marx, en la mano- que el progreso tecnológico, animado por el aumento de la productividad y competitividad empresarial a que obligan las implacables leyes del mercado, va reduciendo la masa de ganancia o rentabilidad del capital productivo, lo que agudiza la competencia entre empresas por virtud de la cual, unas se hacen corporaciones gigantes y otras son absorbidas o desaparecen, además de que las oportunidades de inversión en industria y comercio se reducen y parte de esas inversiones se van en busca de rentabilidad a la esfera financiera; las corporaciones que permanecen en la esfera productiva salen en busca de mano de obra más barata en el sur global.

El economista británico, Michel Roberts, ha elaborado estadísticas de las inversiones en actividades manufactureras e industriales durante décadas que probarían, en efecto, la tendencia al declive de la masa general de utilidades, lo que daría una pauta para comprender la historia económica del capitalismo en Occidente desde finales de 1970 a la actualidad.

A la baja de la masa de ganancias del capital industrial, relacionada con el final de la reconstrucción de la planta productiva europea y asiática, que fue destruida durante la II Guerra Mundial, se agregó la revolución tecnológica de la información; ambos fenómenos comenzaron a remodelar la economía de los países ricos en la década de 1970 y en seguida, a transformar la política del Estado de bienestar en el neoliberalismo.

Mordecai Kurz, profesor emérito de la Universidad de Stanford, EU, explica cómo, al enmarcarse esa transformación tecnológica en el neoliberalismo que se exportó a todo el mundo como el “Consenso de Washington”, hizo inmensamente ricas y poderosas a las corporaciones que aprovecharon su posición de vanguardia competitiva para ejercer un dominio monopólico de su mercado.

Ventajas tecnológicas y libre mercado combinadas, propiciaron una concentración enorme de poder y riquezas en muy pocas entidades, y la precarización de empleos y salarios que no requieren mayor preparación, pero que constituyen la mayoría en cualquier economía del mundo; el 62 por ciento de la fuerza laboral estadounidense, por ejemplo, argumenta Kurz.

Su análisis consiste en que, “bajo una política económica de libre mercado, el poder de mercado inicial otorgado a los innovadores se convierte en una característica permanente de la economía. Los innovadores que ganan una carrera tecnológica pueden utilizar una amplia variedad de estrategias para asegurar la permanencia de su éxito inicial y aumentar su poder de mercado”.

La innovación y la liberalización del mercado son la fuente de los recientes beneficios monopólicos, sólo que “la riqueza así creada por esas ganancias desde la década de 1980, han beneficiado solo a una pequeña minoría de estadounidenses”. Eso es lo que sucede cuando las empresas pueden utilizar libremente las estrategias del mercado y cuando los bajos impuestos corporativos e individuales permiten a los ricos conservar sus ganancias.

Tales fueron las condiciones de 1870 a 1914 y la de 1981 hasta el presente, sigue diciendo Kurz. Su propuesta es domesticar al mercado con tasas fiscales que graven las ganancias corporativas y de los muy ricos al 80 por ciento, pero son ellos los que han tomado el poder en Estados Unidos y otros países importantes, y son ellos quienes diseñan las políticas económicas que les favorecen. Los Jeff Bezos o Elon Musk, o nuestros Salinas o Larrea “creen realmente que su poder debe ser absoluto”, dice la periodista inglesa Naomi Klein.

El debate no es si son necesarios cambios para frenar las desigualdades y otros males que amenazan el bienestar y aun la supervivencia de la inmensa mayoría de las sociedades, sino si es posible avanzar con reformas sustantivas o seguirán agudizándose los conflictos internacionales, la inconformidad mayoritaria de las sociedades y la desesperanza.

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