El sistema político de Estados Unidos, paradigma de la democracia en Occidente, no nació en el siglo XVIII para dar iguales derechos políticos a todo hombre y mujer sino únicamente a los propietarios; aunque con el tiempo llegaron a ser universales tales derechos, la toma y el ejercicio del poder político han vuelto a sus orígenes oligárquicos y plutocráticos en este siglo XXI.
Como en toda plutocracia, quien gobierna no es el gobierno formalmente instituido, sino el grupo económico y por consecuencia, políticamente más poderoso. En EU, Donald Trump gobierna para hacer valer los intereses de un pequeñísimo grupo de adinerados, que según Miguel Basáñez, exembajador de México en Washington, lo constituyen 130 familias, cada una con haberes superiores a 100 mil millones de dólares, y que están secundadas por otras poco más de mil 300 familias, también milmillonarias.
Lo que verdaderamente interesa a esas élites prevalecerá en el carácter del gobierno de Trump, aunque queda un margen para que el presidente desfogue sus majaderías sectarias y misóginas.
Lo de fondo es que Estados Unidos está en una feroz competencia científico-tecnológica, comercial y militar con China, confrontación en la que los argumentos han dejado de ser ideológicos y doctrinarios para reducirse al propósito descarnado de acrecentar a toda costa la fuerza económica y militar de los contendientes.
Aunque la competencia no está decidida, la tendencia se va inclinando en favor de China; por ejemplo, mientras que el PIB estadounidense asciende a 29 trillones de dólares y el de China es de 18 trillones, comparados por el poder de compra de cada país, el PPP del asiático es 22 por ciento superior.
Comparaciones semejantes se pueden hacer en los campos científico y tecnológico; de ahí la urgencia de “volver a hacer grande a América”, a cualquier costo que tengan que pagar otros países y los propios consumidores estadounidenses.
Sin duda que Trump tratará de imponerle desventajas a terceros. Las perseguirá con México y demás países latinoamericanos; presionará, con pretextos baladíes para jalar inversiones a costa de debilitar económica y políticamente a sus ‘socios’ y ‘aliados’.
Gran conmoción causó ayer el anuncio de la Casa Blanca de que el 1 de febrero entrará en vigor la imposición del 25 por ciento de aranceles a las importaciones estadounidenses provenientes de México y de Canadá; la estúpida justificación es que nuestros países no colaboran con total y absoluta eficacia en detener la migración y la epidemia de fentanilo que originó el propio sistema de salud estadounidense.
Otro argumento de Trump es que el déficit de la balanza comercial estadounidense con México mostraría que su país ha estado subsidiando el crecimiento del nuestro al comprarle más de lo que le vende. Es otro pretexto que, si fuera cierto, México estaría subsidiando el crecimiento de más de 32 países con los que tiene tratados de libre comercio y déficits del orden de 40 mil millones de dólares anuales.
Son pretextos toscos que el propio Trump desacredita cada vez que elogia el uso de aranceles contra las importaciones que se hagan de México y otros países por la utilidad que le ve para su estrategia de acrecentar los ingresos fiscales del tesoro estadounidense, pero, sobre todo, desestimular las inversiones corporativas en nuestros países con la finalidad de atraerlas a territorio estadounidense.
El problema con argumentos tan burdos es que generan la idea de que se puede convencer de su error a quien los esgrime y hacerle ver otra perspectiva, una que ponga en claro que sin las aportaciones de los 22 millones de personas de origen mexicano que viven y trabajan Estados Unidos, generando bienes y servicios por valor de 1.8 trillones de dólares anuales, y sin la concertada integración de actividades productivas de México y Canadá, como parte de un bloque regional norteamericano, la economía de Estados Unidos perderá ante la de China y cuando eso sea irreversible, no quedará más recurso que la confrontación militar.