Este lunes, los mexicanos despertamos ante una nueva realidad. Ayer se llevó a cabo el proceso para elegir a los representantes del Poder Judicial y, con ello, tristemente murió todo aquello por lo que se ha luchado desde 1824, año de la promulgación de la primera Constitución Política de nuestro país, documento que sentó las bases para la separación y autonomía de los tres poderes de la Unión.
Pocos han dimensionado el impacto y el retroceso que esto tendrá en la vida cotidiana: en la sociedad, en la economía, en las libertades y, sin duda, en lo que hasta hoy conocíamos como democracia. En uno de los artículos pasados de Debate Puntual, escribí sobre la importancia de la participación ciudadana en este proceso, apelando a que la unión de los ciudadanos pudiera representar una fuerza mayor que la movilización del aparato gubernamental y de las estructuras financiadas por Morena. Esa fe en poder defender —mediante la última instancia democrática— al último poder autónomo de la Unión era solo eso: fe.
La apatía y el desánimo ante un proceso claramente controlado y operado por el gobierno y por Morena —con perfiles sin preparación adecuada, candidatos a modo y con vínculos directos con el oficialismo, como Lenia Batres, autodenominada “la ministra del pueblo”, quien ha mostrado una preocupante ignorancia y un desempeño lamentable— lograron vencer a los ciudadanos una vez más. En aquel artículo mencioné que el propio órgano electoral estimaba una participación de entre el 8 y el 10 por ciento del padrón. Traducido a números: apenas 10 millones de mexicanos participarían en un proceso que representaba el último elemento que le faltaba al gobierno de Claudia Sheinbaum para tener el control absoluto del país. Así de triste es nuestra realidad: de 100 millones de ciudadanos con capacidad y obligación de votar, solo una décima parte lo haría. ¿Qué habría pasado si 20 millones de ciudadanos hubiéramos acudido al llamado de las urnas? Y si vamos más atrás, ¿no debimos reaccionar con firmeza cuando se aprobó la reforma?
Quiero ser claro: no defiendo ni respaldo la reforma de la cual derivó este proceso de elección de los futuros representantes del Poder Judicial. Mucho menos avalo el esquema que se definió para su elección, ni el mecanismo establecido por la autoridad electoral, carente de transparencia y de los candados necesarios para garantizar una elección democrática. Yo, que sí acudí a las urnas, puedo compartir que fue complejo emitir mi voto: la cantidad de nombres desconocidos y, peor aún, la escasa y deficiente información sobre los puestos y responsabilidades de los candidatos convirtieron este proceso en un sistema inútil e ineficiente.
Insisto en mi reflexión: poco a poco hemos ido perdiendo instituciones y la autonomía de otras, lo cual nos lleva a un Estado cada vez más centralizado y empoderado. Entregarle al Ejecutivo y a Morena el control del Poder Judicial no solo es un retroceso; es asumir que, de ahora en adelante, la justicia la dictará el gobierno en turno.
En ningún momento he cuestionado la necesidad de fortalecer, mejorar o incluso reestructurar al Poder Judicial. Todos los que hemos sido testigos de las debilidades del sistema legal —lo frágil y costoso que resulta buscar justicia— lo sabemos. Pero la realidad es que, para el Ejecutivo, el objetivo de la reforma no era mejorar la justicia: lo que buscaban era el control absoluto de ese poder. Así lo planteó Andrés Manuel López Obrador en su férrea y frontal lucha contra los ministros que frenaron varios de sus proyectos por ser inconstitucionales. En la Suprema Corte de Justicia, su absolutismo encontró el contrapeso que la oposición nunca logró ejercer. Por ello, preparando su salida, se encargó de elegir a representantes y candidatos que garantizaran obediencia total. Les dejó una instrucción clara: aprobar en el Congreso la reforma al Poder Judicial. Estos, a su vez, pasaron la propuesta sin análisis, sin revisión, sin cuestionamientos. La aprobaron, y hoy vemos el resultado.
Sobre ellos recaerá la responsabilidad, y espero que la historia los coloque en el lugar que les corresponde. Pero también recaerá sobre nosotros, los ciudadanos, por no haber impuesto un freno mediante una participación real frente al autoritarismo del gobierno.
México es el único país que tenemos, el que dejaremos a nuestros hijos, y por el que todos debimos haber peleado. Tengo amigos y conocidos a quienes respeto profundamente y que hicieron un llamado a no votar; sin embargo, no votar solo facilitó el camino a las estructuras de Morena. La propia ley jamás contempló un mecanismo de reversión en caso de falta de respaldo o de una alta abstención ciudadana. No obstante, a partir de hoy tendremos nuevos ministros, magistrados y jueces, y en su gran mayoría serán fieles y leales a la ideología de un partido, no a los mexicanos. Y eso, mis queridos amigos, va en contra de todos los ciudadanos, en contra de la justicia, en contra de las libertades.
En conclusión, la democracia no muere de un día para otro: se debilita cada vez que la ciudadanía calla, concede, se ausenta o renuncia a su responsabilidad. Hoy, más que nunca, es evidente que un poder sin contrapesos no busca justicia ni igualdad, sino que solo exige obediencia.