Leer es poder

El Estado es el Mal

El objetivo de López Obrador era dividir y polarizar. Utilizó un conjunto de paleros en sus conferencias para dirigir sus dardos en contra de quienes quería descalificar.

¿Por qué la gente dejó de manifestarse contra la violencia? ¿Por qué la sociedad tolera masacres y desapariciones? ¿Cómo es que hemos llegado a esta situación de conformismo ante el dolor y el crimen?

En mayo de 2011, una manifestación de miles de personas, encabezada por Javier Sicilia, llegó al Zócalo para exigir que cesara la violencia. Un mes más tarde, en los Diálogos de Chapultepec, Felipe Calderón inició el diálogo con los familiares de las víctimas y los desaparecidos. El sexenio de Calderón cerró con 120 mil muertos.

Como jefe de Gobierno, López Obrador criticó la marcha contra el secuestro, calificándola de complot de la derecha. Como candidato a la Presidencia, nunca quiso sumarse a las manifestaciones contra la violencia. También como candidato, afirmó en numerosas ocasiones que regresaría a los militares a sus cuarteles. Ya como presidente, hizo todo lo contrario: militarizó al país. Declaró terminada la guerra contra el narco y se autoproclamó presidente de la paz. Eso en el discurso. En la práctica, su estrategia fue ceder plazas y espacios al crimen organizado. Si en algún lado se daba un enfrentamiento entre cárteles, el Ejército tenía órdenes de no intervenir. La sociedad, en medio de la balacera, no importaba. La política pacifista de López Obrador resultó más letal que la guerra de Calderón. El sexenio de López Obrador cerró con 200 mil muertos y 50 mil desaparecidos.

La gente comenzó a percibir que el presidente estaba del lado de los criminales. Liberaba a los cabecillas (Ovidio Guzmán). Tenía deferencias con los familiares de los narcotraficantes (saludó respetuosamente a la mamá del Chapo). Se hicieron frecuentes sus visitas a la cuna del narco (seis viajes a Badiraguato). La gente se dio cuenta de que los justificaba (“los narcos también son pueblo”); de que no los enfrentaba (“hay que acusarlos con sus mamás”). Con el pretexto de “atender las causas”, López Obrador simpatizaba con los narcos (por eso nunca persiguió a El Mayo). Percibió la gente que el gobierno estaba del lado del Mal. No es difícil deducir lo que pasó: “mientras reciba dinero, no me importan las masacres semanales ni los ranchos de exterminio”. López Obrador envileció a gran parte de la sociedad. (Se calcula que durante su sexenio fueron encontradas, y no por el gobierno, más de 3 mil fosas clandestinas).

Todas las mañanas López Obrador subía a su tribuna para insultar y calumniar a sus “adversarios”. Su discurso se concentró en crear división entre los mexicanos. Difundió un discurso de odio y rencor social. Tildó de corruptos a sus opositores sin jamás presentar una prueba ni levantar una denuncia. Utilizaba el lenguaje con agresividad y estridencia. Lo peor: se dirigía a sus numerosos seguidores apelando en ellos a su peor parte, la del resentimiento. Esa es quizá su herencia más perniciosa: haber incubado en la sociedad el encono y el odio.

El ser humano es capaz de realizar actos nobles y malvados. El objetivo de las mañaneras de López Obrador no fue nunca informar, sino despertar el lado canalla de sus seguidores. Incitaba a su público al linchamiento verbal. Exhibía los rostros de sus enemigos. En casos extremos (como ocurrió con Loret de Mola) exponía su dirección. Mostró en público el teléfono de una corresponsal extranjera. Destrozaba reputaciones con insinuaciones nunca probadas. Exaltaba la bajeza y el resentimiento. Su objetivo era dividir y polarizar. Utilizó un conjunto de paleros en sus conferencias para dirigir sus dardos en contra de quienes quería descalificar. Creó un ambiente de crispación constante que hizo imposible el diálogo con quien pensara distinto. Logró dividir familias y sembrar cizaña en los amigos. Elevó su rencor y sus frustraciones personales a política de Estado. A todo esto, cínicamente lo llamó “el humanismo mexicano”.

La sociedad se dio cuenta de que desde el poder se toleraba y justificaba a los que perpetraban matanzas. Los verdugos no eran los sicarios y los capos, sino los periodistas y los intelectuales. Desactivó los resortes morales de la sociedad. Los narcos “también tenían derechos humanos”, eran “pueblo”. Se pasó de tolerarlos a cederles territorios enteros. Se les permitió imponer jefes policiacos, alcaldes, gobernadores, diputados y senadores. Los narcos, si apoyaban las campañas de Morena, podían delinquir bajo la mirada tolerante de la Guardia Nacional. Si el presidente no los condenaba, ¿por qué habría de condenarlos la sociedad?

Así llegamos a la situación actual. Las madres buscadoras merecen burlas y repudio. Los padres de niños con cáncer son golpistas. Se rinde homenaje a El Mencho. El público enloquece si los cantantes se niegan a cantar narcocorridos. Los abogados de los narcos forman parte de Morena. La presidenta cobija a los gobernadores vinculados con el crimen organizado. La sociedad que recibe los apoyos sociales no puede criticar a quien el gobierno solapa. Los malos son los jueces, los buenos son los narcos. Se cumplió el objetivo: el Estado es el Mal.

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