Leer es poder

Dinamitamos los puentes

En el México de hoy es prácticamente imposible que tirios y troyanos depongan sus diferencias a favor de una solución razonada que tome lo mejor de ambos lados.

La polarización de la sociedad promovida desde la Presidencia ha sido un éxito. Familias divididas, amistades rotas; unos a favor, otros en contra del gobierno. Funciona muy bien para fines electorales: nosotros los buenos contra ustedes los malos, amigo o enemigo, blanco o negro, liberales contra conservadores, transformadores contra neoliberales, el pueblo contra los privilegiados, sin matices, sin centro, sin diálogo posible entre posiciones enfrentadas. Una sociedad dividida, confrontada, sin nada que decir sino insultos y descalificaciones. Desde el poder este enfrentamiento es funcional, aunque represente para la sociedad un rotundo fracaso.

Hemos dinamitado los puentes. Los debates intelectuales prácticamente han desaparecido. Dejó de ser importante examinar críticamente las ideas ajenas y rebatirlas con razones, con ironía, con fuerza pero con respeto. El otro, el que no piensa como yo, es mi enemigo. La casa común está partida en dos. Discordia significa corazón dividido. Eso tenemos: una nación en discordia. Nuestra herencia es una red de agujeros.

Ay de aquel que se arriesga a reconocerle alguna virtud al rival de enfrente: de traidor, tibio o vendido no lo bajan. Ya no hay ideas qué defender, hay trincheras desde las que se lanzan memes. El artículo periodístico que más éxito tiene es aquel que arroja una pedrada y hace sangrar al oponente. ¿Hace cuánto que no asistimos a una mesa redonda en la que los adversarios debatan sus razones civilizadamente? Hacia 1869, con un país dividido luego de la derrota de la intervención extranjera, un mexicano ejemplar, Ignacio Manuel Altamirano, invitó a liberales y conservadores a colaborar en El Renacimiento, revista que dio más importancia a la inteligencia y a la calidad de las colaboraciones que al color de la casaca política que se vistiera. Ese ejemplo es hoy impensable. El diálogo deviene en pleito. Sin debate, sin confrontación racional de ideas, la nación se empobrece.

Las ideologías se han ido evaporando. Luego de tres años de gobierno lo natural sería una izquierda pensante fortalecida, generadora de teorías y nuevos derroteros intelectuales. No ha ocurrido así. Los intelectuales de la cuarta transformación son caricaturistas a sueldo y actores de segunda línea. Las razones de esta miseria son entendibles: ¿qué clase de pensamiento de izquierda puede darse si su máximo representante, el presidente, adopta políticas neoliberales, se sahúma con chamanes, está a favor de la militarización, en contra de las reivindicaciones feministas y cree que la ecología es una moda absurda? ¿Cómo se puede crear un pensamiento de izquierda de avanzada con ese revoltijo? Desde el bando liberal la situación no es distinta. A tres años de su derrota en las urnas los liberales no han sido (no hemos sido) capaces de la más mínima autocrítica. Seguimos sin entender y asumir las consecuencias intelectuales del rechazo social a las ideas liberales. La lucha contra la pobreza y el combate a la corrupción, banderas principales de los populistas, ¿han generado un pensamiento liberal renovado, con alternativas reales a esos gravísimos problemas sociales? No se advierte huella de eso en el horizonte.

En un brillante ensayo (“El ejercicio de la razón pública”, Letras Libres, mayo 2004) Amartya Sen demostró que los debates públicos propiciaron en la India la erradicación de las hambrunas que periódicamente asolaban a su país. El fin de un debate no es ganar la discusión sino exhibir las distintas caras de un problema. No se trata de que A gane a B sino de que se tome lo mejor de A y B para arribar a C, una solución superior.

A estas alturas deberíamos tener muy claro que la guerra de Calderón fue un fracaso, del mismo modo que ha sido un fracaso la estrategia de los abrazos. Cualquier política que tolere más de cien mil muertos (o diez mil, o mil, ni siquiera cien) no puede considerarse exitosa. En el México de hoy es prácticamente imposible que tirios y troyanos depongan sus diferencias a favor de una solución razonada que tome lo mejor de ambos modelos. Lo mismo podría decirse del combate a la pobreza, la corrupción o la salud. ¿Qué hizo López-Gatell con la propuesta que le presentaron un conjunto de exsecretarios de Salud para enfrentar la pandemia? Ni siquiera abrió el sobre en el que se la mandaron. El resultado: casi setecientos mil muertos a consecuencia del COVID.

No existe un punto común de acuerdo y ni siquiera se busca. La intolerancia es el signo de nuestro tiempo. El insulto ha sustituido a la razón. No nos hemos dado cuenta del profundo daño que esta ausencia de diálogo tendrá en las generaciones por venir. Heredamos odio.

Los prejuicios ocupan hoy el lugar de las ideas. No hay diálogo, debate, ni posibilidad de acuerdos. El triunfo de la polarización es la derrota de la inteligencia. Hemos dinamitado los puentes del entendimiento común. Somos testigos y partícipes de una república de gruñidos. Nuestro país es un páramo de espinas.

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