Ayer, casi todos los sectores se congratularon por el incremento de 13 por ciento que habrá en el salario mínimo en 2026.
Considerando una inflación de 3.8 por ciento para el cierre de este año, el aumento real será de 8.8 por ciento, salvo en la frontera norte. Si se mira el periodo completo desde 2017 —año en que comenzó la nueva política de incrementos reales— el salario mínimo habrá tenido para enero de 2026 una recuperación acumulada superior al 110 por ciento. Una reparación histórica, necesaria y por muchos años pospuesta.
Pero tras el aplauso, surge la pregunta incómoda: ¿y la productividad?
La respuesta no es precisamente motivo de celebración. Según el INEGI, entre el segundo trimestre de 2017 y el mismo periodo de este año, la productividad laboral del país cayó 6.6 por ciento.
Es una señal clara de que la economía genera más empleo, es cierto, pero a un ritmo mayor que el del PIB. En otras palabras: trabajamos más, pero producimos proporcionalmente menos.
La productividad es un indicador ingrato. No genera emociones, no aparece en los discursos y no se presta a la épica política. Peor aún: desde 2018 quedó etiquetada como un residuo neoliberal.
Mientras el incremento real del salario mínimo obtuvo incluso rango constitucional, la productividad fue arrumbada al cajón de los conceptos que nadie quiere tocar, como si hablar de eficiencia productiva fuera un atentado a la justicia social.
Sin embargo, la productividad es la base del crecimiento sostenible. Y, en el caso mexicano, enfrenta un obstáculo estructural que rara vez se discute con seriedad: la informalidad, que abarca 55 por ciento de la fuerza laboral, según la cifra más reciente.
Más de la mitad de los trabajadores se desempeñan en unidades económicas con niveles bajísimos de capital, tecnología y capacitación. La OCDE ha documentado que la productividad del trabajador informal puede ser hasta 70 por ciento menor que la del formal.
Con esa composición laboral, pretender que la productividad agregada suba es como pedirle a un coche con el motor averiado que gane una carrera solo por haberle dado una manita de gato a su apariencia.
A esto se suma otro fenómeno poco mencionado: con salarios mínimos creciendo aceleradamente y productividad a la baja, los costos laborales unitarios se han elevado cerca de 9 por ciento entre 2020 y 2024. No es un escenario catastrófico, pero sí implica que muchas empresas —particularmente las pequeñas y medianas, que ya operan en condiciones estrechas— enfrentan mayores presiones para sostener márgenes, invertir y contratar.
La recuperación salarial, sin duda, era indispensable. Pero pensar que puede sostenerse indefinidamente sin un impulso equivalente en productividad es una apuesta perdedora.
Más aún cuando la informalidad sigue funcionando como válvula de escape: cada vez que la economía formal se complica, el empleo crece… en el sector informal. Un círculo vicioso que hunde la productividad promedio y limita el crecimiento del país.
México enfrenta así una contradicción. Por un lado, presume incrementos salariales históricos. Por el otro, mantiene un aparato productivo en el que más de la mitad de los trabajadores no tiene acceso a las condiciones básicas para producir más y mejor. Y sin productividad, los aumentos salariales pueden convertirse en un espejismo: brillan en el corto plazo, pero no encuentran piso firme en el largo.
El país tiene una oportunidad única con el nearshoring. Pero para aprovecharla no basta con salarios competitivos; se requiere un ecosistema productivo capaz de sostener la inversión, incorporar tecnología, reducir la informalidad y mejorar la capacitación laboral. Sin eso, los aumentos salariales serán como elevar el nivel de agua en una tina que tiene fugas por todas partes.
Por ahora, entre el avance salarial y el retroceso productivo, la economía mexicana sigue enviando un mensaje claro.
Cuando se le pregunta cómo va su productividad, la respuesta, invariablemente, es: mal, gracias.