Sin inversión no hay crecimiento. Es una verdad básica que México ha preferido ignorar durante muchos años y eso ha causado una ‘anemia económica’ cuyas consecuencias estamos padeciendo.
Si no logramos incrementar de manera sostenida y significativa la inversión —en especial la pública—, la economía seguirá atrapada en su zona de bajo dinamismo.
El crecimiento promedio anual del PIB de 2012 a 2024 fue de alrededor de 2.0 por ciento. Esto significa que el PIB por habitante lleva creciendo por debajo del 1 por ciento anual promedio en los últimos doce años.
El nearshoring nos dio un impulso anímico hace algunos años, pero sin capital fijo no habrá capacidad productiva adicional ni mejoras de productividad que lo conviertan en un crecimiento duradero.
Para construir bases sólidas, las economías dinámicas invierten al menos una cuarta parte de su PIB. México no lo ha hecho de manera consistente en décadas.
El contraste con otras economías es revelador. China invierte alrededor del 41% de su PIB, Corea del Sur el 32%, e India el 33%. Estas naciones han entendido que la inversión sostenida es el motor del desarrollo. México, en cambio, mantiene niveles cercanos al 22% del PIB, muy por debajo del umbral necesario para generar crecimiento robusto.
Y el eslabón que más se ha debilitado es la inversión pública: pasó de niveles cercanos al 7% del PIB a finales de los noventa a poco más del 2% recientemente. Esa caída no fue compensada por la inversión privada.
El resultado son carreteras inconclusas, puertos saturados, presas y acueductos insuficientes, hospitales y escuelas sin equipo y una infraestructura que ni crece al ritmo que demandan una población y un aparato productivo del siglo XXI.
La aritmética es implacable: si la inversión total se mantiene por debajo del 25% del PIB, el potencial de crecimiento del país difícilmente superará el 2% anual.
En el mejor de los casos, tendremos picos transitorios cuando suban exportaciones o el consumo, pero el techo estructural permanece. Sin ampliar la capacidad instalada, sin reducir cuellos de botella logísticos y sin infraestructura moderna de energía, agua, transporte y telecomunicaciones, la economía no puede acelerar.
¿Cómo revertirlo? Hay dos rutas —complementarias, no excluyentes—: una reforma fiscal profunda o un cambio de visión regulatoria que abra espacios reales al capital privado en sectores hoy vedados o desincentivados por la incertidumbre.
Primero, la reforma fiscal. México necesita más ingresos estables y progresivos para financiar inversión pública de largo aliento.
No se trata solo de subir tasas: es ampliar bases, cerrar huecos, ordenar exenciones, fortalecer la administración tributaria y alinear incentivos para estados y municipios. También implica reasignar gasto: menos gasto corriente inercial y más recursos multianuales para proyectos con evaluación costo-beneficio transparente y rendición de cuentas.
Sin un piso fiscal más amplio y predecible, cualquier plan de infraestructura será intermitente y vulnerable al ciclo político.
Segundo, el cambio de visión. Si el Estado no puede —o no quiere— invertir lo suficiente, debe permitir que lo haga quien esté dispuesto a arriesgar capital bajo reglas claras.
Hablamos de asociaciones público-privadas bien diseñadas; de abrir segmentos de energía —generación, transmisión complementaria, almacenamiento—; de concesiones en logística, puertos, aeropuertos y ferrocarriles con compromisos de inversión y tarifas reguladas; de grandes proyectos de agua y saneamiento; de redes de telecomunicaciones que reduzcan brechas digitales.
La clave es la certidumbre: marcos regulatorios consistentes, autonomía de los reguladores, respeto de contratos y una ruta clara de permisos.
La inversión privada no llegará por decreto ni por invitaciones en conferencias. Llega cuando hay proyectos financiables y tribunales que hacen cumplir contratos; cuando los cambios de reglas son excepcionales, explicados y compensados; cuando las tarifas se actualizan con metodologías conocidas; cuando la transición energética tiene cronograma y no mensajes alternantes.
También necesitamos institucionalidad para planear. Fondos multianuales, carteras de proyectos priorizados, metodologías públicas de evaluación y lineamientos para la gestión de riesgos.
La inversión pública con estándares de ejecución y mantenimiento eleva el retorno del capital privado que se monta sobre esa base. Esa complementariedad —no la sustitución— es la que multiplica el crecimiento.
El nearshoring exige, además, resolver cuellos de botella inmediatos: abasto de energía confiable y más limpia, agua para uso industrial y urbano, pasos fronterizos ágiles, libramientos carreteros, patios ferroviarios, puertos con dragado y patios de contenedores suficientes. Cada año que postergamos estas decisiones, una parte de la relocalización se va a otro país.
Hay, por último, un componente político. Invertir más y mejor no rinde frutos en el corto plazo electoral, pero sí en la vida cotidiana: más empleo formal, salarios más altos y mayor productividad.
Si no se asume el costo político de cambiar, el costo económico de no hacerlo será mayor: estancamiento, rezago de infraestructura y oportunidades perdidas.
La disyuntiva es clara. O construimos una agenda real de inversión —con más ingresos, mejor gasto y reglas que convoquen al capital privado— o nos resignamos a crecer poco por mucho tiempo.
Es decir, la ‘anemia económica’ que hoy padecemos puede durar todavía varios lustros más.