Desde hace mucho tiempo se ha hablado de que en México el llamado “bono demográfico” es una palanca importante que puede contribuir al crecimiento de la economía, pues ofrece un gran atractivo para las inversiones.
Se ha denominado “bono demográfico” a un periodo de nuestra historia en el que tendremos la mayor proporción de población en edad productiva.
La tasa de natalidad se ha reducido en las últimas décadas y la proporción de adultos mayores respecto al total todavía no es tan grande como la que tendremos en unas dos o tres décadas.
Sin embargo, para aprovecharlo, se requiere que esa proporción de la población que está en edad productiva tenga un trabajo que le genere un ingreso razonable y estable.
Si no fuera así, si estuviera en la informalidad, con ingresos bajos y una actividad escasamente productiva, estaríamos desperdiciando una oportunidad que no se va a repetir en la historia del país.
La proporción de personas en edad de trabajar alcanzó un pico histórico en la última década.
Entre 2018 y 2023 cayó el peso relativo de la población menor de 15 años (de 25.3% a 22.7%), pero aumentó la de 60 años y más (de 12.3% a 14.7%). La pirámide se está ensanchando en el tramo de 30 a 59 años. El tamaño del reto no está en cuántos mexicanos están en edad productiva, sino en la calidad de los puestos que pueden ocupar.
Hoy la tasa de participación laboral, es decir, la proporción de la población en edad laboral, ronda 59.5% y la informalidad se mantiene obstinadamente en torno de 55% de la fuerza laboral.
Medio país trabaja sin seguridad social, con baja productividad y sin inversión en capacitación. Ese es el verdadero filtro que convierte —o desperdicia— el bono demográfico.
Para activar la “palanca” se requiere una ecuación con tres términos.
1- Empleo formal que incorpore a jóvenes, mujeres y adultos con rezagos educativos;
2- Productividad que provenga de más capital por trabajador (infraestructura, digitalización y maquinaria) y de mejores habilidades (educación técnica y científica pertinente);
3- Certidumbre regulatoria que ajuste las reglas del juego con horizontes de inversión de varios años.
Sin esos tres engranes, la inercia demográfica no se traduce en crecimiento: se diluye en ocupaciones precarias, subempleo y salarios estancados.
La buena noticia es que existen márgenes de maniobra claros. Incorporar a más mujeres al mercado laboral —derribando barreras de cuidados, transporte y seguridad— puede elevar de manera sustantiva el PIB potencial.
La brecha de participación femenina frente al promedio de la OCDE es amplia; cerrarla gradualmente tendría un impacto macroeconómico medible en los próximos años.
En paralelo, hay que reorientar la política educativa y de capacitación: menos currículos enciclopédicos y más competencias medibles; prácticas profesionales con empresas; certificaciones para oficios de alto valor; y un sistema de educación dual que ancle la escuela al taller y a la planta.
El nearshoring y la expansión de servicios basados en conocimiento no se capitalizan si la oferta laboral no domina matemáticas, lectoescritura, inglés y habilidades digitales básicas.
Un trabajador con competencias transversales se mueve más rápido a sectores de mayor productividad; uno sin ellas queda atrapado en la informalidad.
La agenda de formalización no se logrará con inspecciones punitivas, sino con un rediseño de costos y beneficios: simplificación radical de trámites; cuotas de seguridad social proporcionales y crecientes (para micro y pequeñas empresas); facturación fácil y pagos digitales interoperables, entre otros factores.
También se necesita inversión pública estratégica que libere cuellos de botella: puertos secos, aduanas, energía firme y limpia, agua industrial, logística urbana.
Cada peso que reduce tiempos y mermas en transporte o energía se multiplica en productividad. El Estado no sustituye a la empresa; le despeja el camino.
¿Por qué urge? Porque el reloj demográfico ya marcó la hora del cambio. Hacia 2030 habrá proporcionalmente más personas mayores que niños; y para 2050 alrededor de una quinta parte de la población superará los 60 años.
Si no convertimos hoy la demografía en ahorro, capital humano y productividad, mañana nos enfrentaremos a una sociedad más longeva con bases fiscales estrechas: demasiadas pensiones y salud que financiar, y pocos cotizantes formales para sostenerlas.
En suma: el bono demográfico no es un destino, es una ventana que se cierra. Aprovecharla implica mover tres perillas a la vez —empleo formal, productividad y certidumbre— con políticas consistentes durante varios años.
Si fallamos, la misma dinámica que hoy promete crecimiento se tornará una carga: muchos más adultos mayores, menos trabajadores formales y un fisco insuficiente para garantizar ingresos dignos en la vejez.
Todavía estamos a tiempo de elegir entre el dividendo y la factura.