¿De verdad Donald Trump busca convertir el T-MEC en dos tratados bilaterales, uno con México y otro con Canadá?
La idea ha tomado fuerza conforme se habla más de esta revisión o renegociación. Y no es descabellada en la lógica del presidente de EU.
Trump nunca fue un creyente de los acuerdos multilaterales. Desde su visión, Estados Unidos siempre obtiene mejores condiciones cuando negocia cara a cara, sin intermediarios ni socios que equilibren la mesa.
El T-MEC nació de la presión de su primer gobierno. Trump amenazó con romper el TLCAN y, bajo esa espada, forzó un nuevo tratado que introdujo mayores exigencias en reglas de origen, salarios automotrices y cláusulas de revisión periódica.
Esa revisión, prevista para 2026, es justo la puerta que quiere usar para replantear por entero el acuerdo, pero no para destruirlo pues sería demasiado grande el costo para EU, pero sí reconfigurándolo hasta transformarlo en dos pactos separados.
Detrás de esa posibilidad hay razones políticas y estratégicas. Trump quiere mostrar fuerza frente a sus electores: “America First” en su versión comercial. Un acuerdo bilateral con México, o con Canadá, le permitiría decir que logró condiciones más duras, más justas para los trabajadores estadounidenses y menos “compromisos innecesarios” con otros países.
El problema es que esa narrativa podría tener consecuencias económicas importantes para la región.
Romper el carácter trilateral del T-MEC sería un paso atrás para la integración norteamericana. La gran virtud del tratado actual es precisamente que establece un marco común: reglas de origen que incentivan la producción regional, mecanismos de solución de controversias que equilibran diferencias y una base institucional compartida. Si se fragmenta, las cadenas de suministro —hoy entrelazadas entre los tres países— perderían eficiencia.
Cada empresa tendría que navegar dos sistemas distintos de normas y certificaciones, duplicar procesos y absorber costos adicionales.
La presidenta Sheinbaum señaló ayer que el Tratado es ley en los tres países. Y una reconfiguración completa implicaría pasar por el Congreso.
Eso es cierto. Pero, si lo hiciera Trump en 2026, tendría aún las mayorías de las dos cámaras.
Para Estados Unidos, ese escenario de dos tratados podría ofrecer más control político, pero para México y Canadá significaría más incertidumbre.
En la práctica, Washington ganaría margen de maniobra para imponer condiciones sectoriales a cada socio por separado. Si quisiera presionar a México en materia energética o automotriz, lo haría sin que Canadá funcione como contrapeso diplomático. Y si quisiera cambiar las reglas de contenido regional, no habría un marco trilateral que limite su poder.
¿Sería eso fatal para México? No necesariamente. No es el escenario óptimo, pero tampoco equivaldría a una catástrofe económica.
En el fondo, México seguiría teniendo lo esencial: acceso preferencial al mayor mercado del mundo. La cercanía geográfica y la complementariedad productiva son activos que ningún tratado, ni siquiera un bilateral, puede borrar.
De hecho, un acuerdo directo con Estados Unidos podría tener algunos márgenes de flexibilidad. México podría enfocar las negociaciones en sectores clave —automotriz, agroindustrial, electrónico— sin tener que conciliar con intereses canadienses distintos.
Pero sería ingenuo pensar que todo serían ventajas. La relación bilateral acentuaría una asimetría que ya existe. Esa disparidad le daría a Washington un poder de presión enorme. Cualquier diferencia podría convertirse en una amenaza de aranceles o en una disputa inmediata.
Además, sin Canadá como aliado natural, México perdería un socio que históricamente ha servido de amortiguador en las tensiones.
También habría impactos técnicos. Las reglas de origen podrían volverse más estrictas en favor del contenido estadounidense, elevando los costos de cumplimiento. Sectores como autopartes o electrónica, donde los componentes circulan varias veces entre los tres países, sufrirían retrasos y encarecimientos. La inversión extranjera, que valora la certidumbre regional, podría ralentizarse ante la nueva complejidad jurídica.
En otras palabras, un tratado bilateral no sería un desastre, pero sí un escenario de mayor vulnerabilidad. México conservaría acceso, pero con menos voz. Mantendría comercio, pero con más riesgo.
¿Qué hacer ante esa posibilidad? Primero, entender que el debate no es meramente comercial, sino político.
Si Trump decide que el T-MEC no le sirve, la prioridad mexicana debe ser preservar el acceso al mercado de Estados Unidos, aunque sea en otro formato.
Un tratado bilateral sería más difícil, más desigual, pero no el fin del mundo.