Coordenadas

De un crecimiento de 7% por siglo a un 20% anual: ¿cómo lo hará la inteligencia artificial?

El mundo podría estar al borde de una transformación radical impulsada por una nueva fuerza productiva: la inteligencia artificial.

De acuerdo con el historiador económico Angus Maddison, en el siglo XVIII, antes de la difusión de la Revolución Industrial, la tasa promedio de crecimiento de la economía mundial era de apenas 0.07 % anual.

Eso implica una tasa acumulada de alrededor de 7% para todo un siglo.

Esa cifra, hoy impensable, reflejaba una humanidad limitada por la tierra, el músculo y una capacidad muy reducida para generar nuevas ideas. No existían máquinas, ni acumulación sistemática del conocimiento, mucho menos innovación automatizada.

Pero todo cambió con la Revolución Industrial: la máquina de vapor, la producción en serie, y posteriormente la electricidad y los combustibles fósiles permitieron que la economía creciera de forma sostenida a un ritmo cercano al 2% anual. Ese cambio transformó al mundo: en un siglo, la economía se duplicaba.

Ahora, según un artículo de la edición más reciente de The Economist, titulado “The economics of superintelligence”, podríamos estar al borde de una transformación aún más radical, impulsada por una nueva fuerza productiva: la inteligencia artificial capaz de superar al ser humano en todas las tareas cognitivas, lo que algunos ya llaman “superinteligencia”.

A medida que se generalicen sus aplicaciones, no sería descabellado que la economía global pudiera crecer a un ritmo de hasta 20% al año.

Lo que plantea ese texto es tan deslumbrante como perturbador.

Si una IA logra realizar al menos el 30% de las tareas productivas, y parte de la riqueza generada se reinvierte en entrenar modelos aún más potentes, el crecimiento económico podría dispararse hasta niveles que hoy parecen propios de la ciencia ficción. Think tanks como Epoch AI han modelado escenarios donde esta automatización del conocimiento —no solo del trabajo físico— permitiría una aceleración sin precedentes en la generación de ideas.

A diferencia del crecimiento tradicional, basado en el talento humano —que requiere educación, tiempo y está limitado por la demografía— una IA puede replicarse indefinidamente, sin requerir años de formación ni grandes infraestructuras físicas.

En esencia, sería como descubrir una fuente inagotable de productividad. Lo que significó la máquina de vapor en el siglo XVIII, pero multiplicado por millones.

Y lo más sorprendente es que este escenario no exige la aparición de una IA apocalíptica fuera de control. Basta con que los modelos actuales evolucionen lo suficiente para alcanzar la inteligencia promedio humana, y los efectos económicos en cascada se activarían.

En ese entorno, el valor del trabajo dejaría de estar determinado por la escasez de talento y comenzaría a fijarse en función del costo computacional para realizar cada tarea.

Quienes posean el capital complementario —infraestructura, datos, chips, algoritmos— estarían en posición de capturar una proporción cada vez mayor de la riqueza global.

La desigualdad se ampliaría, como ya sucede con las grandes tecnológicas. Pero al mismo tiempo, los precios de muchos bienes podrían desplomarse. Todo lo que la IA pueda producir de forma abundante —como software, entretenimiento digital o manufactura automatizada— se abaratará de forma drástica.

La sociedad enfrentaría una paradoja: una abundancia material sin precedentes, coexistiendo con tensiones sociales crecientes por la distribución del ingreso y del poder económico.

Los mercados financieros también sentirían el impacto. Las acciones de las empresas líderes en la carrera de la IA experimentarían repuntes violentos. El apetito por invertir se desbordaría. La necesidad de expandir la infraestructura —centros de datos, redes eléctricas, semiconductores— multiplicaría la demanda de capital.

Pero, al mismo tiempo, los incentivos para ahorrar se reducirían. ¿Por qué postergar el consumo si el ingreso futuro promete ser mucho mayor?

Esto implicaría tasas de interés más elevadas para equilibrar inversión y ahorro, lo cual afectaría el valor de los activos de largo plazo. Algunos modelos económicos sugieren que las tasas de interés subirían punto por punto junto con el crecimiento, lo que implicaría tasas del 20 % o incluso del 30 % anual si el crecimiento económico se acelera a ese nivel.

El impacto sobre la deuda pública, los fondos de pensiones y la estabilidad monetaria sería de proporciones colosales.

Además, esta aceleración traería consigo enormes tensiones políticas. Durante la Revolución Industrial, no existía la democracia de masas; los trabajadores desplazados no podían votar. Hoy, cualquier disrupción que afecte a millones de empleos —incluso si eleva el ingreso promedio— generará una presión inmediata sobre los gobiernos.

Se reabrirá el debate sobre impuestos a los robots, rentas básicas universales y la redefinición del contrato social. Algunos propondrán nacionalizar plataformas tecnológicas o gravar las ganancias extraordinarias del capital. La educación deberá reinventarse por completo, no para competir con la IA, sino para convivir con ella y aprovechar sus ventajas.

A pesar de todo, esta revolución ofrece un horizonte luminoso. Dario Amodei, fundador de Anthropic, ha dicho que la IA podría ayudar a curar enfermedades hoy incurables, acelerar el descubrimiento científico y reducir los costos de la energía o los viajes espaciales. Sam Altman, CEO de OpenAI, anticipa que los modelos del próximo año podrían generar ideas científicas verdaderamente novedosas.

Y tanto el FMI como McKinsey sostienen que, con políticas públicas bien diseñadas, la IA podría elevar el PIB mundial en decenas de billones de dólares en las próximas décadas. Incluso sin llegar a la superinteligencia plena, basta con automatizar el 10 o 20 % de las tareas cognitivas para generar un impacto mayúsculo.

Por ello, pensar en la superinteligencia no es un ejercicio de ciencia ficción, sino una necesidad estratégica. Los países que comprendan esta lógica, que inviertan en infraestructura, adapten sus sistemas educativos y diseñen marcos regulatorios inteligentes, estarán mejor posicionados para liderar la próxima gran transformación económica.

Quienes no lo hagan, podrían quedar atrapados en una trampa de bajo crecimiento, fuga de capitales y dependencia tecnológica.

El siglo XXI no estará definido por una nueva guerra fría, sino por una competencia feroz entre empresas y naciones —principalmente Estados Unidos y China— por el control de la inteligencia artificial.

Lo que plantea The Economist es mucho más que una predicción: es una invitación a mirar el futuro con los ojos bien abiertos.

Puede que nuestra inteligencia sea pronto superada. Pero aún está en nuestras manos decidir si esta transformación será caótica o extraordinaria.

La historia demuestra que la humanidad ha progresado cuando ha sabido abrazar la disrupción con sabiduría. Esta vez no debería ser la excepción.

¿Y en México? ¿Seguiremos atrapados en discusiones ideológicas mientras el resto del mundo despega?

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