La decisión de Estados Unidos de lanzar un ataque directo contra territorio iraní ha terminado por cruzar el umbral que por semanas pareció evitarse.
Ya no se trata de amenazas ni de advertencias veladas. La ofensiva, que incluyó el uso de misiles de penetración profunda contra instalaciones clave del programa nuclear iraní, ha alterado de forma drástica el equilibrio regional y ha puesto al mundo frente a una nueva era de tensión geopolítica e incertidumbre económica.
Estados Unidos, una vez más, está en guerra.
La decisión de Trump, que hasta hace unos días aún contemplaba una ventana diplomática, respondió a la presión creciente de Israel, cuyos ataques previos no lograron desmantelar por completo la infraestructura atómica iraní.
Washington aportó el poder de fuego necesario para penetrar búnkeres fortificados. Los tres ataques de EU fueron contra instalaciones nucleares, según reveló Trump ayer por la noche.
Con ello, se apostó a una acción quirúrgica y definitiva. Pero las consecuencias apenas comienzan.
Teherán ya ha declarado que cualquier límite ha sido sobrepasado.
La televisión iraní mostró ayer la localización de las bases militares de EU en Medio Oriente y amenazó abiertamente con ataques. El liderazgo iraní ha calificado el ataque como un acto de guerra directa y ha prometido represalias “en todos los frentes posibles”.
Las amenazas no son infundadas. Las milicias vinculadas a Irán en Irak, Siria, Yemen y Líbano ya han activado en el pasado protocolos de ataque contra bases estadounidenses y contra intereses israelíes.
Algunos analistas alertan incluso sobre la posibilidad de ataques cibernéticos o sabotajes a infraestructura crítica en países aliados de Washington.
La sombra del terrorismo internacional también se cierne sobre Europa y América del Norte, ante la posibilidad de que se reactiven células durmientes del extremismo islámico.
En el plano regional, la posibilidad de que el conflicto escale a una guerra abierta es ya una preocupación central.
Aunque ayer por la noche aún no había un pronunciamiento de Rusia, se teme que condene el ataque y sugiera la posibilidad de que se active el pacto militar Rusia-Irán para apoyar la defensa del Estado persa.
La incertidumbre no es solo estratégica: también es económica.
En un contexto global marcado por una frágil recuperación tras los ajustes monetarios y la desaceleración de China, una guerra prolongada en Medio Oriente podría desestabilizar las cadenas de suministro, encarecer energéticos y elevar la volatilidad financiera.
Los países emergentes, altamente dependientes de las importaciones de energía, enfrentarán un encarecimiento de insumos y presiones inflacionarias inmediatas.
Lo que comenzó como una ofensiva para desmantelar un programa nuclear ha evolucionado en una amenaza de crisis global.
Veremos, cuando el lunes se reactiven las operaciones financieras, qué mensajes envían los mercados.
La historia reciente ofrece paralelismos inquietantes: la invasión a Irak en 2003, la guerra del Golfo en 1990 o incluso la intervención soviética en Afganistán. Todas comenzaron con objetivos aparentemente limitados. Ninguna concluyó como se previó.
Hoy, el mundo asiste a un nuevo punto de inflexión. Y lo más alarmante es que nadie, ni siquiera en la Casa Blanca, parece tener claridad sobre los siguientes pasos.
No está claro si se busca derrocar al Estado teocrático de Irán ni qué lo sucedería. Lo más probable es que estemos comenzando una era de inestabilidad mayor en la región, y quizá en el mundo entero.
La historia juzgará si el ataque de ayer fue una muestra de firmeza o el inicio de un conflicto que podría extenderse más allá de los mapas y las intenciones originales.