Coordenadas

Las universidades son ahora el foco de resistencia contra Trump

La Universidad de Harvard se convirtió en la primera gran universidad en rechazar abiertamente las exigencias de la administración de Donald Trump.

Más de medio siglo después de los emblemáticos movimientos estudiantiles de los años 60s del siglo pasado, que luchaban contra la guerra de Vietnam y a favor de los derechos civiles, hoy nuevamente las universidades pueden estar en el centro de un movimiento de resistencia.

La segunda presidencia de Donald Trump ha detonado un inusual choque entre la Casa Blanca y las principales universidades de Estados Unidos.

En los primeros meses de 2025, instituciones lideradas por Harvard se han plantado firmemente contra lo que describen como presiones y exigencias indebidas del gobierno federal.

Estas universidades, tradicionalmente celosas de su autonomía, han respondido con demandas judiciales, pronunciamientos públicos y gestos de desafío simbólico frente a amenazas que van desde recortes masivos de fondos federales hasta intentos de revocar su estatus tributario y restringir visas estudiantiles internacionales.

El pulso en desarrollo pone a prueba los límites del poder presidencial y la fortaleza de los pilares democráticos de la libertad académica en EU, mientras el sector educativo vislumbra escenarios futuros marcados por la resistencia o la capitulación.

Harvard como emblema

El caso emblemático es el de la Universidad de Harvard, que en abril de 2025 se convirtió en la primera gran universidad en rechazar abiertamente las exigencias de la administración Trump. En una carta enviada a Washington, sus abogados advirtieron que “la universidad no cederá su independencia ni renunciará a sus derechos constitucionales”, subrayando que “ni Harvard ni ninguna otra universidad privada pueden permitirse ser tomadas por el gobierno federal”.

Este desafío directo llegó tras recibir una lista de demandas radicales por parte del gobierno, que incluían imponer disciplina más severa a estudiantes manifestantes, indagar y monitorear a estudiantes internacionales considerados “hostiles a los valores estadounidenses”, eliminar programas de diversidad, equidad e inclusión (DEI), e incluso terminar con prácticas de admisión o contratación que tuvieran en cuenta la raza o el origen nacional.

Harvard, a través de su presidente interino Alan Garber, respondió que tales imposiciones exceden la autoridad del gobierno y violan principios básicos: “ningún gobierno, independientemente de qué partido esté en el poder, debería dictar lo que las universidades privadas pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden seguir”.

La resistencia de Harvard rápidamente pasó del plano retórico al legal. La universidad presentó una demanda judicial federal para frenar lo que considera un intento de coerción inconstitucional.

No está sola: un grupo de profesores ya había impugnado las medidas del gobierno en tribunales, y cientos de universidades de todo el país han firmado una carta conjunta denunciando la “intromisión gubernamental sin precedentes” en la educación superior.

En esa misiva, coordinada por la Asociación Americana de Colegios y Universidades, los rectores declararon que si bien están abiertos a reformas constructivas y a la supervisión legítima, “deben oponerse a la intrusión indebida del gobierno en la vida de quienes aprenden, viven y trabajan en nuestros campus”.

Harvard cuenta con ventajas significativas para encabezar esta resistencia institucional. Su colosal dotación financiera (unos 53 mil millones de dólares) le brinda cierto colchón para aguantar embates, y su prestigio le otorga un poder de convocatoria único.

No obstante, incluso Harvard depende de manera importante de los recursos federales –por ejemplo, en financiamiento de investigación científica y médica–, lo que vuelve costosa su postura en el corto plazo.

Conscientes de ello, otras universidades inicialmente optaron por la cautela e incluso la cesión parcial ante las exigencias de Washington. Un caso notable fue el de la Universidad de Columbia, que el mes pasado accedió a implementar cambios para evitar perder 400 millones de dólares en subvenciones y contratos federales.

Las amenazas de la administración Trump

La postura desafiante de Harvard no se produjo en el vacío, sino como respuesta a una serie de amenazas e iniciativas punitivas lanzadas desde Washington. El gobierno de Trump ha advertido que congelará más de 2.200 millones de dólares en subvenciones federales dirigidas a Harvard, junto con unos 60 millones en contratos, paralizando apoyos destinados a investigación y otros programas.

Esta retención de fondos –la séptima ocasión en que la administración toma una medida similar contra una universidad de élite– busca forzar que Harvard se pliegue a la agenda política presidencial.

Además, el Departamento de Seguridad Nacional anunció la cancelación de una partida adicional de 2.700 millones que beneficiaba a la universidad, condicionando su restitución a que Harvard entregase un registro detallado de “actividades ilegales y violentas” supuestamente cometidas por estudiantes extranjeros en su campus.

Paralelamente, Trump ha puesto sobre la mesa la amenaza de retirar la exención fiscal de las universidades consideradas hostiles. En redes sociales, llegó a sugerir que Harvard debería perder su estatus de entidad sin fines de lucro –base de su franquicia tributaria– “si sigue promoviendo ‘enfermedades’ político-ideológicas que apoyan o inspiran a terroristas”.

Otra línea de presión ha sido la política migratoria educativa. Durante su primer mandato, Trump mostró voluntad de restringir el flujo de estudiantes internacionales –a veces utilizando pretextos administrativos–, y en su segundo mandato ha retomado esa agenda con renovado énfasis. Ya en 2020, su gobierno intentó prohibir que los estudiantes extranjeros permanecieran en EU si sus universidades impartían clases en línea por la pandemia, una medida que Harvard y el MIT lograron frenar de inmediato mediante una demanda judicial de alto perfil.

Aquella victoria legal obligó a ICE (la agencia de inmigración) a dar marcha atrás y evidenció el poder colectivo de la academia: cientos de universidades, así como 17 estados de la Unión, apoyaron la postura de Harvard y MIT para proteger a los estudiantes internacionales.

En 2025, el endurecimiento de las visas se ha planteado nuevamente como arma política. La Casa Blanca ha insinuado que estudiantes provenientes de países adversarios o vinculados con movimientos considerados extremistas podrían ver restringido su acceso, y ha vinculado esta amenaza con las protestas propalestinas en varios campus.

El significado profundo: autonomía y democracia

La confrontación entre Trump y universidades como Harvard trasciende los conflictos puntuales de financiamiento o regulaciones; para muchos observadores, representa un choque por los valores esenciales de la democracia estadounidense.

La resistencia institucional de Harvard ha sido vista como un dique de contención frente a tendencias autoritarias. “Esto es un rechazo al torpe intento del gobierno de reprimir la libertad académica”, celebró el expresidente Barack Obama.

La autonomía universitaria ha sido tradicionalmente considerada un componente vital de la salud democrática de Estados Unidos, al proveer un espacio para la crítica independiente y la formación de líderes con pensamiento propio.

No es casual que las universidades en la mira sean en su mayoría centros de excelencia altamente influyentes. Históricamente, las grandes instituciones académicas han actuado como contrapesos de poder blando –incubadoras de conocimiento, innovación científica y debate social– muchas veces incómodos para los gobiernos de turno.

Además, el impacto de esta pugna se extiende al terreno económico y de liderazgo global. Las universidades de investigación estadounidenses –Harvard, MIT, Stanford, Yale, Columbia, entre otras– no solo son centros educativos, sino motores de desarrollo tecnológico y regional.

Frenar a las universidades significa también golpear la competitividad de EU a nivel global, particularmente frente a rivales como China en la carrera por tecnologías emergentes.

Dice Mark Muro, analista de Brookings Institution, que las políticas actuales lucen como “un acto de desarme unilateral” en dicha competencia.

Por otro lado, la resistencia de las universidades también envía un mensaje poderoso sobre la resiliencia institucional en una democracia. En una época de polarización extrema, estas instituciones –que albergan en sus claustros tanto visiones progresistas como conservadoras– están trazando una línea roja en defensa de la pluralidad de ideas.

Escenarios a futuro: persistencia o distensión

El desenlace de este enfrentamiento aún es incierto, pero se vislumbran varios escenarios para los próximos meses y años. En un primer escenario, la persistencia del choque: Trump podría redoblar su apuesta si percibe que atacar a la élite académica le rinde réditos políticos entre sus bases. Ello supondría mantener –o incluso ampliar– las sanciones financieras y regulatorias contra universidades desafectas.

De prolongarse esta situación, es posible que las universidades busquen estrategias de adaptación: recurrir más a fondos privados y donaciones filantrópicas para suplir carencias, posponer proyectos de investigación costosos, o incluso crear consorcios de defensa legal conjuntos para pelear cada embate en los tribunales. No se descarta una judicialización intensa: cortes federales podrían ser las que finalmente delimiten qué tanto puede el Ejecutivo condicionar fondos públicos a cambios ideológicos.

En este escenario de confrontación prolongada, también podría agudizarse el daño colateral. La fuga de talento es un riesgo real.

En cualquier caso, el pulso entre Harvard y Trump en 2025 ya ha dejado una huella imborrable. Por primera vez en décadas, las universidades estadounidenses –uno de los orgullos cívicos e intelectuales de esa nación– han tenido que montar una defensa coordinada de su libertad frente al gobierno central. El resultado de esta pugna sentará un precedente: si la resistencia académica se mantiene firme y prevalece, reforzará la noción de que ni siquiera el presidente puede atropellar impunemente la autonomía del saber. Si, por el contrario, las presiones gubernamentales logran doblegar a estas instituciones, se abriría una etapa de incertidumbre sobre qué tan resiliente es la democracia estadounidense.

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