Pocos imaginaron que Donald Trump, el maestro del maximalismo político, pudiera dar marcha atrás tan pronto.
Apenas una semana después de haber lanzado su bomba arancelaria —con tarifas que en algunos casos alcanzaban entre 40 y 50 por ciento—, decidió aplicar una pausa táctica: dejar esos aranceles en un nivel del 10 por ciento por 90 días, pero solo para aquellos países que no tomaron represalias. Es decir, casi todos… menos China.
A China, en cambio, la castigó con una tasa adicional que llevó el arancel total a un descomunal 125 por ciento.
Con esto, la batalla queda claramente delimitada: el conflicto central ya no es entre Estados Unidos y el mundo, sino entre Estados Unidos y China.
El proceder de Trump con el resto del planeta parece sacado del manual de la “teoría del loco”, esa táctica de intimidación que Nixon alguna vez esgrimió.
La semana pasada, Trump se proyectó como un líder lo suficientemente “loco” como para hacer estallar el comercio global si no se le complacía. No le importaban las caídas bursátiles ni el golpe al bolsillo de los consumidores estadounidenses. Estaba dispuesto a todo.
Y esa jugada surtió efecto. Varias naciones acudieron, nerviosas, a su puerta para negociar.
Buscaron, al menos, evitar la embestida completa de sus tarifas. Y cuando ya tenía a muchos tocando su puerta, y los efectos económicos de su bravata comenzaban a sentirse, Trump anunció una tregua de 90 días. Un respiro.
Como bien dijo alguna vez Carlos Slim: “Trump no es terminator, es negotiator”.
Pero el guion no funcionó con China.
A inicios de esta misma semana, Trump todavía se burlaba de Beijing, sugiriendo que querían hacerle una llamada telefónica, pero ni siquiera sabían cómo comenzar.
A diferencia de otros gobiernos, China no se intimidó: respondió con firmeza, aplicó aranceles espejo y aceptó el desafío.
Así, la guerra arancelaria escaló entre las dos potencias que hoy compiten no solo por comercio, sino por hegemonía global.
¿Quién ganará? Difícil de prever. Pero subestimar a China sería un error monumental.
Las exportaciones chinas hacia Estados Unidos representan cerca del 16 por ciento de su total exportador. Una proporción relevante, sin duda. Pero el aparato estatal chino tiene margen para amortiguar ese golpe. No es un país atado a los ciclos electorales ni a la presión de los mercados bursátiles.
Hay dos factores que no podemos pasar por alto.
Primero: el gobierno de Trump terminará —en teoría— en enero de 2029. Y su control sobre el Congreso podría esfumarse tan pronto como en 2027. Xi Jinping, por su parte, no enfrenta elecciones ni contrapesos formales: puede mantener el timón de China durante muchos años más.
Segundo: mientras EU intenta frenar el avance del mundo con muros comerciales, China sigue ganando terreno.
En el año 2000, el PIB de Estados Unidos representaba el 30 por ciento de la economía global. En 2024, cayó al 26.5 por ciento. En ese mismo periodo, China pasó del 3.5 por ciento al 16.6 por ciento del PIB mundial. Una ganancia de más de 13 puntos porcentuales. El péndulo del poder económico global se está inclinando, poco a poco, hacia el este.
Trump tal vez esperaba que China reculara, como lo hicieron otros. Pero Beijing juega a largo plazo. Su estrategia es más ajedrecística que impulsiva.
Ojalá que Trump comience a escuchar más a las voces empresariales —como la de Elon Musk, que podrá ser polémico, pero ha mostrado una visión mucho más sensata sobre los riesgos de una guerra arancelaria— y menos a Peter Navarro, el artífice ideológico de este proteccionismo beligerante.
El pragmático Trump se dio cuenta de que, mientras hace un mes el nivel de aprobación —en el promedio de las encuestas— superaba en poco más de un punto a la desaprobación, ahora esta última está 3.4 puntos por arriba de la aprobación.
No hay políticos suicidas, así se apelliden Trump.
En un siguiente artículo, analizaremos cómo esta guerra comercial redefinida podría impactar a México, que observa el conflicto desde la primera fila, con grandes riesgos... pero también con enormes oportunidades.