Durante esta semana, las decisiones tomadas por Donald Trump han vuelto a colocar en el centro del debate temas cruciales que impactan la política y la vida, tanto en Estados Unidos como a nivel global.
El pasado jueves emitió una orden ejecutiva para anular una directiva fijada por el presidente Lyndon B. Jhonson hace 60 años, que ordenaba a los contratistas del gobierno eliminar toda práctica discriminatoria en sus empresas.
Ahora Trump ordenó a las empresas proveedoras del gobierno que certifiquen que no tienen “programas ilegales” de equidad, diversidad e inclusión.
De ese tamaño es el cambio que pretende.
Ha hecho los cambios que enarbola con un estilo que mezcla la nostalgia por los “buenos viejos tiempos” con la sutileza de un elefante en una cristalería.
Uno de los puntos más polarizantes de sus recientes decisiones es su declaración de que solo existen dos géneros: hombre y mujer.
Parece que, en su mundo, la biología es tan simple como elegir entre “café o té”.
Esta postura, que ignora décadas de avances en la comprensión de la identidad de género, ha sido celebrada por algunos sectores conservadores mientras genera una resistencia activa en las comunidades LGBTQ+ y en quienes defienden la pluralidad. Y es que, para Trump, la diversidad parece ser un término que solo aplica al menú de un restaurante.
Estas decisiones ya están teniendo impacto en normativas relacionadas con baños públicos, políticas laborales y hasta en las conversaciones de sobremesa, donde la batalla cultural está servida.
Trump afectará probablemente, con consecuencias imprevisibles, la visión sobre el cambio climático.
Por ejemplo, los autos eléctricos son vistos por Trump con desconfianza, como si formaran parte de un complot contra las camionetas todo terreno.
Su renovada devoción por los hidrocarburos y la extracción de petróleo y gas natural no solo va en contra de la tendencia global hacia la sostenibilidad, sino que también envía un mensaje claro: “Si no huele a gasolina, no es progreso”.
Mientras el resto del mundo trata de domar el cambio climático, Trump parece decidido a volver a los días gloriosos de los motores ruidosos y las chimeneas humeantes.
Pareciera a veces que su lema “América first” implica perpetuar el uso de tecnologías nacidas hace más de un siglo, como el motor de combustión interna.
En el tema de la equidad de género, Trump ha eliminado la visión detrás de las llamadas acciones afirmativas porque, según él, el mérito debe ser el único criterio.
En un mundo ideal, esto sonaría justo. Pero en la práctica, es como organizar una carrera donde algunos empiezan en la meta y otros en la línea de salida, y luego decir: “Que gane el mejor”.
Estas decisiones, lejos de nivelar el campo de juego, refuerzan las estructuras de poder tradicionales, manteniendo a muchas personas fuera del tablero, o peor, sin fichas para jugar.
Y no se pueden pasar por alto las implicaciones de su postura sobre migración.
La reactivación de propuestas para ‘completar’ el muro fronterizo y las restricciones migratorias han avivado la llama del discurso “nosotros contra ellos”.
Si este fuera un concurso de “¿Quién quiere ser el más polarizante?”, Trump ya habría ganado con comodín incluido.
Su narrativa de exclusión y su estigmatización de los migrantes no solo refuerzan estereotipos dañinos, sino que también exportan esta visión a otros países que podrían estar tentados a seguir su ejemplo.
Quizás lo más notable de estas decisiones recientes es cómo están normalizando un estilo de liderazgo basado en la confrontación. Para Trump, los matices son para los débiles, y la política es un campo de batalla donde el que grita más fuerte gana. Esto está llevando a una cultura política donde buscar consensos se siente tan anticuado como usar un teléfono con disco.
A pesar de las críticas, no se puede negar que estas medidas están generando cambios culturales profundos. Trump está reforzando valores tradicionales que resuenan entre ciertos sectores, mientras desafía avances progresistas en equidad, diversidad y sostenibilidad.
Su narrativa exalta la fortaleza nacional por encima de la cooperación global, como si el mundo fuera un juego de Monopoly donde Estados Unidos debe ser el único dueño del tablero.
En última instancia, las decisiones de Trump no solo afectan a Estados Unidos, sino que también dejan preguntas abiertas sobre hacia dónde se dirige la cultura global. Porque, al final del día, equilibrar tradición e innovación es un desafío que nos afecta a todos.
Y mientras algunos intentan construir un futuro inclusivo, otros prefieren aferrarse al pasado... con un poco de ruido de motor y un muro de por medio.