Enrique Cardenas

El hedor del huachicol

El olor del huachicol fiscal es tan penetrante que llevó a cientos de miles de ciudadanos a las calles para protestar contra la violencia y la forma de operar del gobierno. No es un hecho aislado.

Han pasado ya varios meses desde el escándalo del huachicol fiscal. Tras las llamaradas iniciales —cuando la opinión pública quedó absorta ante la magnitud del atraco al erario y la evidente participación de múltiples funcionarios indispensables para perpetrar un fraude imposible de esconder— da la impresión de que el problema ya pasó, que la sociedad lo olvidó.

Apenas hubo unas cuantas detenciones, algunas efectivas y otras fallidas, y nada más.

El gobierno ha intentado dar la impresión de que esos arrestos puntuales constituyen una respuesta firme y suficiente, como si bastaran para deslindar responsabilidades de la administración anterior y demostrar que el nuevo gobierno no tolerará conductas semejantes.

Pero esa pretensión era, desde el principio, insostenible: varios de los funcionarios involucrados en el esquema, o que al menos lo dejaron correr a la vista de todos, hoy ocupan posiciones clave en el gobierno de Claudia Sheinbaum.

De hecho, la propia presidenta estaba al tanto del asunto. En el debate presidencial, Xóchitl Gálvez lo expuso con cifras y detalles, y la entonces candidata apenas descalificó la acusación como “palabrerías”.

Hoy, algunos de sus principales colaboradores —como Rosa Icela Rodríguez, actual secretaria de Gobernación y exsecretaria de Seguridad durante el sexenio de López Obrador— formaban parte del gabinete de seguridad y del mismo equipo de gobierno cuando ocurrieron los hechos.

El huachicol sigue hediendo porque nada ha ocurrido con la cúpula de la Marina, particularmente con el exsecretario José Rafael Ojeda Durán, y por extensión con el propio exjefe supremo de las Fuerzas Armadas, el presidente Andrés Manuel López Obrador.

No solo él estaba informado a través del Gabinete de Seguridad: incluso el exgobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca, le pidió apoyo para detener el mecanismo fraudulento.

La respuesta fue perseguirlo penalmente, intentar desaforarlo y llevarlo a prisión.

La evidencia actual sobre la intervención del crimen organizado en el financiamiento de campañas —como la de Américo Villarreal precisamente en Tamaulipas, o las de diversos candidatos de Morena en estados como Michoacán y Sinaloa— apunta en la misma dirección.

Gobernadores que deben su ascenso al respaldo de grupos criminales, y que en los hechos parecen operar para ellos, enfrentan ahora la tentación de permitir ataques violentos contra adversarios o incluso eliminar contrincantes sin pagar costo alguno.

Esa es, tal vez, la sospecha más grave en torno al asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo: un rival político relevante que, inexplicablemente, fue víctima de un atentado mortal que pudo haberse evitado.

El huachicol fiscal es un macrocrimen que exhibe al Estado mexicano como un actor más dentro del crimen organizado: aliado con grupos delictivos y con sectores de las Fuerzas Armadas que controlan la seguridad interna, las aduanas, los puertos, los aeropuertos y hasta jefaturas del Instituto Nacional de Migración.

Se trata de un gobierno capaz de corromper, proteger y coordinar a decenas de individuos, funcionarios y mandos castrenses para ejecutar un delito a gran escala.

Y ese hedor —el del huachicol fiscal al más alto nivel del gobierno pasado y del actual— no puede disimularse con operativos “espectaculares” contra cárteles ni con distractores que los comunicadores oficiales lanzan diariamente.

El olor es tan penetrante que llevó a cientos de miles de ciudadanos a las calles para protestar contra la violencia y la forma de operar del gobierno. No es un hecho aislado.

No. El hedor del huachicol empapa a toda la sociedad, y no desaparecerá porque el gobierno decida dejar de hablar de él.

Está ahí. Y, como advierte José Ramón Cossío en su reciente artículo en El País, podríamos estar entrando en una “cuarta etapa”, en la que “las estructuras delictivas no estén luchando solamente por obtener control político y ganancias frente al Estado o frente a organizaciones rivales, sino para hacerse del mando estatal que les permita ejercer su hegemonía desde y mediante el dominio público democráticamente legitimado”.

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