El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, se ha convertido, para bien o para mal, en un referente internacional. Por un lado, logró casi automáticamente lo que los políticos más tradicionales –aquí en México como en otros países– nos dicen que lleva mucho tiempo: resolver una crisis desbordada de violencia criminal y alcanzar niveles envidiables de seguridad.
Por otro lado, el gobierno de Bukele no tiene empacho en reconocer que su prodigioso éxito fue posible gracias a una estrategia de mano dura (de encarcelamiento masivo, para llamar a las cosas por su nombre). Tampoco se esmeran demasiado en ocultar que privilegiaron la eficacia sobre cualquier otro criterio. El mismo vicepresidente (segundo de Bukele) reconoció que la guerra contra las pandillas que antes controlaban el territorio salvadoreño, como cualquier guerra, ha tenido sus daños colaterales.
El “milagro” salvadoreño fue posible gracias a una combinación de determinación, de terror y de suerte que no será fácil replicar. Tras ganar la presidencia en 2019, Bukele negoció con los líderes de las pandillas para lograr una primera tregua. Este primer acuerdo con los criminales –que Bukele niega, pero que está bien documentado por investigaciones periodísticas– reforzó su popularidad y le dio la oportunidad para concentrar prácticamente todo el poder del Estado en sus manos. Cuando la tregua se rompió, en marzo de 2022, un nuevo estallido de violencia dio a Bukele la excusa perfecta para instaurar un “régimen de excepción”, que originalmente sería transitorio, pero que se volvió permanente y ha implicado la suspensión de garantías constitucionales.
Beatriz Magaloni y Alberto Díaz Cayeros, ambos profesores en la Universidad de Stanford, publicaron en Foreign Affairs un análisis detallado del régimen de excepción, elaborado a partir de más de 100 horas de entrevistas a personas de distintos perfiles (que incluyen tanto a autoridades como a víctimas de la represión). Lo que Magaloni y Díaz Cayeros describen es una cacería de brujas, con el completo repertorio clásico de las dictaduras: abuso policial y persecución política; “cuotas” de arrestos que los policías deben cubrir; espionaje entre vecinos, y cárceles con condiciones que sólo se pueden describir como infrahumanas. Y como siempre ocurre, la represión del Estado se ensaña con los más pobres.
Muchos de estos excesos los hemos visto en México, sí, pero a una escala completamente distinta. Si extrapolamos el número de detenidos en El Salvador durante el régimen de excepción, estaríamos hablando de millón y medio de personas en México (más de seis veces el tamaño de nuestra población en reclusión actual). En buena medida la popularidad de Bukele sigue vigente. Después de años de vivir sometidos a las pandillas, los salvadoreños pueden caminar con relativa tranquilidad por las calles. Sin embargo, los buenos números de Bukele tampoco son del todo creíbles, o al menos comparables a los de otros presidentes. El Salvador se ha convertido en un Estado policial, donde los detenidos no tienen derecho a juicio y donde el gobierno puede arrestar gente sin dar mayores explicaciones (lo mismo a supuestos pandilleros que a quienes se atrevan a publicar críticas en redes sociales).
El interés por el modelo Bukele no debe soslayarse. La fórmula de mano dura puede resultar tentadora para muchos en México. Tanto para las comunidades hartas de vivir bajo el yugo de los criminales (y de las autoridades cómplices), como para algunos políticos oportunistas, deslumbrados por la aprobación récord del presidente salvadoreño. Tal vez no sea un modelo con posibilidades reales en el ámbito nacional, pero seguramente daría resultados en los estados donde el control criminal del territorio se ha perpetuado, a pesar de los incontables arrestos, operativos y reforzamientos de las últimas dos décadas.
Los métodos concretos del régimen de excepción de El Salvador no son deseables o aceptables. Sin embargo, hay que reconocer que parten de una lógica correcta. Bukele entendió algo sobre lo que nuestras autoridades deberían tomar nota. Una situación de violencia crítica y arraigada, como la que se vivía en El Salvador –y como la que tenemos hoy en Michoacán o en Sinaloa– no puede resolverse con medidas graduales. Las herramientas ordinarias para combatir el delito funcionan sólo en un contexto de normalidad, en el que la policía, los ministerios públicos y los jueces no se encuentran rebasados y son, por regla general, confiables. La salida a las crisis de seguridad que tenemos en México no tiene que pasar por el encarcelamiento masivo ni por la suspensión de garantías constitucionales. Pero sí requiere acciones más drásticas y más imaginativas que las que hasta ahora nos ha ofrecido el gobierno.