Eduardo Guerrero Gutiérrez

Michoacán arde de nuevo

El asesinato de Carlos Manzo revela la vulnerabilidad de un equipo de seguridad poco entrenado y la inutilidad de los dispositivos federales cuando está infiltrada la estructura política municipal.

Michoacán vuelve a ser el espejo del rostro oscuro de México. El asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, el pasado sábado (1 de noviembre), y el del líder limonero Bernardo Bravo, apenas unos días antes, son unos botones de muestra sobre el extravío del control estatal en regiones del occidente del país. No son hechos aislados ni “casos lamentables”, sino síntomas de procesos profundos y de largo alcance: la captura criminal de los gobiernos locales y el establecimiento de sus sistemas de gobernanza.

El homicidio de Bernardo Bravo fue el primero que nos estremeció. Bravo, joven empresario y presidente de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán, fue hallado con un tiro en la cabeza dentro de su camioneta. Su muerte ocurrió en medio de movilizaciones de productores que exigían frenar las extorsiones que desde hace años padecen. Según la fiscalía estatal, el crimen fue ordenado por Los Viagras, hoy aliados del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Detrás del asesinato hay una disputa feroz por el control de las rentas criminales de la agroexportación: cada caja de fruta, cada camión, cada hectárea cultivada representa dinero para las bandas que dominan la zona.

La ejecución de Bravo eliminó a un dirigente incómodo para el crimen, y envió un mensaje claro a los productores: morirán quienes se pongan rebeldes y respondones.

Días después, el asesinato del alcalde de Uruapan confirmó que el poder político local es tan vulnerable como el empresarial. Carlos Manzo, de 40 años, egresado del ITESO y con un pasado en Morena, llegó al cargo como un candidato independiente decidido a limpiar la policía municipal, y a denunciar la corrupción interna. En poco más de un año destituyó a 30 policías y rompió con los pactos que garantizaban la coexistencia entre las corporaciones y el crimen. Pero su valentía terminó dejándolo solo.

A pesar de contar con 14 guardias nacionales asignados para su protección, Manzo fue abatido en plena plaza pública, cuando participaba con su familia en las festividades del Día de Muertos. Su asesinato revela la vulnerabilidad de un equipo de seguridad poco entrenado y la inutilidad de los dispositivos federales cuando está infiltrada la estructura política municipal.

Con la información disponible hay cuatro hipótesis sobre su ejecución: Primera, una represalia de los grupos criminales afectados por su “limpia” policial. Segunda, una represalia por la reciente captura de El Rino, presunto jefe de plaza del CJNG en Uruapan. Tercera, un ajuste de cuentas de Cárteles Unidos, que lo percibían como un facilitador del CJNG. Y una cuarta, su asesinato como distractor ordenado por Los Viagras para desviar la atención de las autoridades hacia su líder, César Sepúlveda El Botox, sospechoso de ordenar el asesinato de Bernardo Bravo.

El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla había prometido apenas tres días antes, frente al secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, “recuperar el control de la entidad”. Hoy, esa frase suena hueca. En Uruapan, en Apatzingán y en toda la región de Tierra Caliente, la autoridad aparece después de que los crímenes se han consumado. Las patrullas llegan cuando los disparos ya cesaron, cuando los cuerpos ya fueron levantados y cuando el mensaje del crimen ya fue recibido.

Michoacán está experimentando una nueva reconfiguración criminal. La alianza entre Los Viagras y el CJNG, aunque frágil, ha permitido un avance sostenido del segundo en zonas que antes dominaban Cárteles Unidos. El control de las extorsiones a productores agrícolas, transportistas y pequeños comerciantes es hoy la principal fuente de financiamiento de los grupos. Lo que antes fue una guerra por rutas de droga se ha convertido en una guerra por cobrarle a los que producen, distribuyen y venden.

Frente a esta crisis, la instrumentación de varias acciones parece una tarea urgente.

Los municipios deben profesionalizar y depurar sus cuerpos policiales con apoyo federal y bajo supervisión externa; el gobierno estatal debe asumir el mando operativo de las policías más infiltradas, y la Federación tiene que construir una estrategia de presencia sostenida, no reactiva, que priorice la protección efectiva de alcaldes y líderes comunitarios.

Los asesinatos de Bernardo Bravo y de Carlos Manzo son, en realidad, un mismo mensaje: los criminales no sólo disputan el territorio, también deciden quién puede gobernarlo. Y mientras la respuesta oficial siga siendo lenta, burocrática y ritual, el Estado continuará cediendo soberanía a las organizaciones criminales.

COLUMNAS ANTERIORES

¿Nueva pax narca? El ascenso del CJNG y los límites del Estado mexicano
¿Regresa el monopolio del Cártel de Guadalajara con el Cártel Jalisco Nueva Generación? (Segunda de dos partes)

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.