Comienzo por reconocer que, en los últimos seis años, la policía capitalina ha dado resultados sobresalientes. Ahí están los resultados. No sólo se ha logrado una reducción drástica de los homicidios y el repliegue de los grupos criminales que llegaron a apoderarse de numerosos barrios y sectores económicos de la ciudad. También se ha logrado que los capitalinos nos sintamos más seguros.
De acuerdo con la última medición del INEGI, más de la mitad de las alcaldías de la Ciudad de México –incluyendo la complicadísima Cuauhtémoc– tiene una percepción de inseguridad por debajo del promedio nacional, algo que hubiera parecido impensable en 2019, cuando Omar García Harfuch y Pablo Vázquez Camacho llegaron a la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la CDMX.
Sin embargo, ahora que la criminalidad está –relativamente– bajo control, resurge la que ha sido históricamente la piedra en el zapato de las autoridades capitalinas: la conflictividad.
Lo ocurrido el pasado 2 de octubre evidencia que, en esa asignatura, el gobierno de Clara Brugada todavía no está a la altura. La jornada fue un desastre. Las autoridades le fallaron, en primer lugar, a los 94 elementos policiales que terminaron en el hospital, algunos con heridas de gravedad. Le fallaron también a los comerciantes y a las instituciones que fueron afectadas por los disturbios. El Bloque Negro (que ya había hecho de las suyas en ocasiones previas) pudo vandalizar y saquear a sus anchas, casi con completa impunidad.
En el Centro Cultural Tlatelolco de la UNAM estallaron cinco bombas molotov. Las autoridades capitalinas también llevan años fallándole a todos los ciudadanos, que ya nos acostumbramos a la imagen patética de los monumentos y los espacios públicos más emblemáticos perpetuamente vandalizados o tapiados.
Después del lamentable saldo de este 2 de octubre, la reacción inicial del gobierno de la CDMX fue decepcionante. En lugar de intentar convencernos de que los hechos de violencia ya no se repetirán en el futuro, pareció dominar la autocomplacencia. El mensaje pareció ser: la función de la policía es sacrificarse y aguantar vara. Es eso o la represión del pasado, no hay de otra. Incluso circuló un desafortunado video de “agradecimiento” que dice: “...nuestro reconocimiento a todas y todos los policías que participaron en la marcha del 2 de octubre, quienes dejaron de manifiesto que el valor no es la ausencia de miedo, sino la decisión de que algo es más importante… Gracias, nuestra gratitud a cada uno de ustedes…”. Al ver el video, un buen amigo y experimentado mando policial, ironizó: ‘gracias por dejarse golpear, humillar, ridiculizar, pisotear su dignidad y su orgullo’.
Los capitalinos no queremos una policía represora, pero tampoco queremos un gobierno timorato que mande a sus policías al matadero. No debemos resignarnos a que pequeños contingentes porriles, que nada tienen que ver con las verdaderas causas sociales y estudiantiles, impongan el terror cada 2 de octubre, o cada 8 de marzo, o cada vez que haya una marcha contra la gentrificación o cualquier movilización que resulte ideológicamente afín a Morena.
Ante lo ocurrido, además de las visitas al hospital y los bonos, es necesario, en primer lugar, actuar contra los agresores. Ojalá que las investigaciones efectivamente se realicen y se lleven hasta sus últimas consecuencias. Ojalá que haya detenidos, como ya prometió Clara Brugada. Ojalá que se averigüe quién está detrás del Bloque Negro, si se trata de un mero grupo delictivo, que busca aprovechar su fachada de disidencia radical para robar, o si opera al servicio de otro actor.
En segundo lugar, es prioritario replantear las directrices que se siguen para contener movilizaciones con alto riesgo de violencia. Evaluar si el estado de fuerza, el equipamiento y la capacitación de los elementos que participan es el idóneo. También buscar un mejor equilibrio entre los imperativos de evitar, por un lado, la represión a manifestantes y de procurar, por el otro, mantener el orden público, proteger el patrimonio público y privado, y salvaguardar la integridad de los policías.
Por último, me parece necesaria una reflexión más allá de la coyuntura. La falta de asertividad mostrada el 2 de octubre por las autoridades capitalinas, aunque no se puede justificar, sí es reflejo de actitudes sociales que es necesario superar. Los mexicanos, y muy especialmente los chilangos, fuimos educados con una mezcla de desprecio y desconfianza hacia los uniformados. Para muchos no son servidores públicos que merezcan admiración o empatía, sino ‘mordelones’, incompetentes e irremediablemente corruptos. En el Palacio del Ayuntamiento saben bien que el costo ante la opinión pública hubiera sido 10 veces más alto si los lesionados hubieran sido manifestantes.