Edna Jaime

Los equilibrios de violencia no se corrigen solos

Lo que enfrentamos es un contexto de erosión democrática e institucional: las fuerzas armadas se consolidan como eje de la seguridad, el Poder Judicial es debilitado y los contrapesos se reducen.

México lleva décadas atrapado en un equilibrio de violencia muy alta. No se trata de picos temporales, sino de una constante que ha acompañado varias generaciones. El Estado no ha logrado contener a los grupos criminales ni disputarles de manera efectiva el control territorial. Y la sociedad, casi toda, entre el miedo y la resignación, calla.

Marcelo Bergman, un amigo y agudo especialista en estos temas, ha descrito esta situación como un “equilibrio de alta criminalidad”: cuando un país rebasa tasas de entre 10 y 15 homicidios por cada cien mil habitantes —como México desde hace mucho tiempo—, salir de ese entorno es sumamente difícil. Una vez dentro, la violencia se reproduce sola: los mercados ilegales son rentables, las instituciones débiles y la impunidad altísima. La advertencia de Bergman es clara: estos equilibrios de violencia no se corrigen solos.

En El Salvador, la llamada “intervención disruptiva” de Nayib Bukele —un régimen de excepción que ha encarcelado a más de setenta mil personas sin el debido proceso— redujo drásticamente los homicidios, pero lo hizo a costa de un colapso del Estado de derecho.

En contraste, países como Chile o Uruguay muestran que es posible alcanzar lo que Bergman llama “equilibrios de baja violencia”: no se trata de eliminar toda ilegalidad —eso es ilusorio—, sino de reducir la violencia a niveles mínimos y tolerables. ¿Cómo lo lograron? Con instituciones policiales profesionales, sistemas judiciales relativamente independientes y políticas de seguridad que sobrevivieron a los cambios de gobierno. La diferencia no está solo en la fuerza de la intervención inicial, sino en la capacidad institucional para sostenerla.

México ha tenido intentos fallidos en este sentido. Durante el gobierno de Felipe Calderón se buscó un golpe frontal (intervención disruptiva) al crimen combinado con la construcción de capacidades institucionales. El resultado fue un desbordamiento de la violencia sin instituciones listas para contenerla. Lo que quedó fue un proyecto trunco: ni victoria sobre los cárteles ni fortalecimiento institucional. La lección es contundente: no basta una intervención disruptiva si no existen cimientos locales que le den permanencia.

Lo problemático es que ya conocemos la receta —instituciones civiles fuertes, contrapesos democráticos, un Poder Judicial independiente—, pero hoy no parece viable. Lo que enfrentamos es un contexto de erosión democrática e institucional: las fuerzas armadas se consolidan como eje de la seguridad, el Poder Judicial es debilitado y los contrapesos se reducen. La pregunta incómoda es si es posible construir seguridad en medio de este deterioro.

El régimen priista mostró que es posible alcanzar gobernabilidad con instituciones frágiles. Lo hizo mediante mecanismos muy distintos: disciplina partidista, control político y represión selectiva. Era un orden autoritario, pero funcionaba como sustituto de la institucionalidad democrática ausente. El problema es que hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro. Se desmanteló el control político del viejo régimen y, al mismo tiempo, no se consolidaron las instituciones civiles de la democracia. El resultado es un vacío peligroso: sin controles autoritarios ni instituciones democráticas, la violencia encuentra espacio para reproducirse sin freno.

De seguir así, el escenario posible no es el de un retorno a la paz autoritaria ni el de una democracia plenamente funcional, sino uno intermedio: un país que logra contener la violencia de manera parcial, fragmentada, en ciertos territorios o bajo arreglos informales, mientras otras regiones permanecen fuera del alcance estatal. La pregunta es si como sociedad estamos dispuestos a aceptar esa “seguridad parcial”.

Hoy México se encuentra en una encrucijada. La cooperación con Estados Unidos puede abrir una ventana para operaciones más coordinadas contra los grupos criminales. Pero hay que distinguir entre la cooperación real y el espectáculo político. Lo primero implicaría inteligencia compartida, extradiciones selectivas de criminales particularmente violentos y, sobre todo, un esfuerzo serio para debilitar las finanzas ilícitas que sostienen la violencia. La tarea no se resuelve en el corto plazo, pero es la única ruta posible. Porque si algo muestran las experiencias comparadas, es que estos equilibrios de violencia no se corrigen solos. Requieren capacidad institucional, legitimidad democrática y una visión sostenida de largo plazo para que la violencia deje de ser la normalidad que nos ata desde hace décadas.

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