Edna Jaime

Un año legislativo para desmantelar décadas

En México el triunfo electoral se ha convertido en justificación para arrasar con los contrapesos, dejando al sistema político completamente indefenso.

En solo doce meses, México ha experimentado una de las transformaciones institucionales más profundas desde la Constitución de 1917. El proyecto conocido como Plan C, concebido por Andrés Manuel López Obrador y consumado por Claudia Sheinbaum, ha desmantelado contrapesos esenciales: órganos autónomos, tribunales independientes y mecanismos civiles de vigilancia. Este sistema se impuso gracias a una mayoría legislativa arrolladora, que se conformó por una interpretación controvertida de la ley.

Esta supermayoría permitió modificar más de 45 artículos constitucionales en un año, sin debido debate público y, en algunos casos, sin dictámenes técnicos bien armados. La desaparición del Coneval, del INAI y de la Cofece, junto con la militarización de la Guardia Nacional, constituyen un golpe al andamiaje institucional forjado desde los años noventa para controlar el poder y para abrir el Estado al escrutinio ciudadano. Como advirtió la organización Artículo 19, “sin transparencia, el poder se convierte en un monólogo con consecuencias autoritarias”.

No se trata solo de un retroceso legal o técnico. Varios analistas, Luis Rubio de manera destacada, han advertido que lo que estamos viendo es la derrota política de la visión liberal de la democracia.

En sus columnas publicadas en Reforma, Luis Rubio ha argumentado que el proceso democratizador mexicano fue más un ensayo que una convicción arraigada. En sus palabras, “México había comprado el hardware de la democracia y de los mercados, pero no el software para hacerla funcionar”. Para él, México nunca absorbió plenamente los valores occidentales que sostienen la democracia liberal —el pluralismo, el respeto a las minorías, el imperio de la ley, la autonomía de las instituciones— y optó por una versión popular y mayoritaria que, paradójicamente, ha sido utilizada para desmontar los pilares de la propia democracia. En este contexto, el triunfo electoral se ha convertido en justificación para arrasar con los contrapesos, dejando al sistema político completamente indefenso.

Sin embargo, la historia comparada ofrece una lección importante: la autocratización no es un destino. Existen casos recientes en los que procesos similares fueron revertidos, incluso después de años de erosión institucional. Uno de los ejemplos recientes es el de Polonia. Entre 2015 y 2023, ese país experimentó un deterioro democrático profundo bajo el gobierno del partido ultraconservador Ley y Justicia (PiS), que utilizó su mayoría parlamentaria para reformar el Tribunal Constitucional, controlar los medios públicos, cooptar el poder judicial y restringir las libertades civiles. Todo ello fue hecho dentro del marco legal, pero con una lógica abiertamente autoritaria.

Pese a ese retroceso, en octubre de 2023 una coalición opositora liderada por Donald Tusk rompió la mayoría parlamentaria del PiS. A partir de ese momento, sin necesidad de una mayoría constitucional, se emprendió una estrategia decidida de reversión: se disolvieron los consejos editoriales estatales, se restauraron órganos judiciales, se revocaron nombramientos irregulares y se reactivaron mecanismos de control parlamentario. La presión internacional, especialmente de la Unión Europea —que condicionó fondos y cooperación al restablecimiento del Estado de derecho—, fue clave para contener los excesos del régimen anterior y facilitar la transición.

Polonia no ha vuelto por completo a su Estado democrático anterior, pero logró frenar el desliz autoritario y trazar un camino de reconstrucción institucional. Para México, el caso polaco ofrece varias lecciones: que romper una mayoría legislativa es posible con una coalición opositora articulada; que los primeros meses de un nuevo gobierno o una nueva legislatura son decisivos para restaurar órganos autónomos y neutralizar reformas regresivas; que la movilización ciudadana es esencial, no solo en las urnas, sino en la defensa cotidiana del pluralismo; y que el respaldo internacional puede ser un factor de presión efectiva cuando los valores democráticos se ven amenazados.

Hoy, en México, la pregunta ya no es si estamos retrocediendo, sino cómo y cuándo vamos a detener este proceso. No basta con esperar un nuevo ciclo electoral. La reconstrucción requerirá acciones decididas desde ya. Implicará también algo más complejo: convencer a la ciudadanía de que la democracia no es solo el voto, sino la protección de reglas compartidas que limitan al poder, incluso cuando ese poder es popular.

Se trata de actualizar el proyecto democrático liberal, ese que Luis Rubio describe como incompleto y frágil, pero todavía posible. Revertir la autocratización no será inmediato, pero, como enseña el caso polaco, es alcanzable si se actúa con prontitud, amplitud de alianzas y claridad de propósito. Porque la autocracia no es destino. Como advirtió Steven Levitsky, “las democracias no se matan solo con tanques; se desmontan con votos y aplausos”. Esto es lo que hay que superar.

Lo importante ahora es entender que la reversibilidad es real.

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