Telón de Fondo

El fin del PRI y sus razones

Si de veras queremos entender qué terminó con el viejo régimen, habrá que mirar más allá del espejo del partido: a la sociedad, a las instituciones, a la economía y a los incentivos que moldean la política mexicana.

Confieso que soy pésimo para ver series: las empiezo y casi nunca las termino. Pero hice una excepción, animado por amigos insistentes y lúcidos: en dos sentadas vi los cinco capítulos del PRI: Crónica del fin.

Fue entretenido recuperar imágenes, frases, símbolos y personajes de la vida política nacional; esas correrías y desencuentros que, en el “partidazo”, cabían siempre que se acataran ciertas reglas: la lealtad absoluta, renovada cada seis años.

Más allá de la nostalgia, la serie sirve para asomarse a la cultura política y al sistema de partidos: lo que persiste y lo que cambió. También invita a preguntar por sus razones y su oportunidad. Durante años repetíamos, ante ciertas actitudes, aquello de “el priista que todos llevamos dentro”.

El PRI no fue solo un partido, sino una forma de ver y practicar la política que moldeó conductas individuales y sociales. Esa impronta, con matices, sigue presente en políticos y ciudadanos.

La serie es ilustrativa: la política orbita en torno a personas, a sus decisiones y caprichos. Pero los individuos actúan en contextos que los condicionan, y ahí la producción es parca: casi no hay referencias al entorno nacional e internacional ni a actores ajenos al priismo.

Aun cuando parecía que la esfera pública no tenía vida más allá del PRI, no todo se explica por él. Esa ceguera frente a una sociedad cambiante, entre otras causas, lo condujo a la situación crítica que hoy vive.

Según la narrativa, la alternancia de 2000 se reduce a la “sana distancia” de Ernesto Zedillo respecto de su partido; incluso hay acusaciones textuales de “traición” por la derrota de Labastida.

¿Dónde quedan el desgaste de gobiernos priistas, las demandas sociales desatendidas y el crecimiento de una oposición cada vez más organizada?

¿Dónde la transición democrática que abrió nuevas opciones y la inédita alternancia?

Tampoco se pondera la ruptura de la Corriente Democrática, clave para entender la elección de 1988, el nacimiento del PRD y la figura de Cuauhtémoc Cárdenas.

Varios pasajes aparecen desdibujados, como si el propósito fuera más bien construir la antesala de Morena que explicar cabalmente la debacle priista.

El PRI aparece atrapado en sus contradicciones: un presidente que lo “traiciona” y una pugna interminable entre tecnócratas y nacionalistas-revolucionarios, de De la Madrid a Zedillo y con ecos hasta Peña Nieto. A este, correligionarios lo describen frívolo y poco preparado; detrás, la sombra de Videgaray.

Un presidente débil ante dos crisis —Ayotzinapa y la Casa Blanca— y permisivo frente a la corrupción de colaboradores y gobernadores. El saldo oscurece el horizonte y la continuidad del proyecto.

Otra vez, el foco es el partido y sus militantes, hasta que irrumpe López Obrador como depositario del descontento social, casi sin pasado tricolor.

La omisión sorprende: si se habla del PRI, valía recordar que el propio sistema incubó a su oposición.

La serie está llena de rasgos de la vieja cultura política. La pregunta es hasta dónde siguen permeando, no solo en el PRI, sino en el bloque dominante encabezado por Morena. Los paralelos saltan:

1. El presidente elige a su sucesor.

2. Presidencialismo exacerbado.

3. Corrupción como lubricante del aparato.

4. Vinculación orgánica entre presidente y partido para controlar el Congreso.

5. Gobernadores sometidos, a contracorriente del federalismo.

6. Menoscabo de la autonomía institucional.

7. Partidos satélite.

Las similitudes existen, con diferencias que ameritan otra entrega. Anticipo una: en el PRI, el “primer mandatario” zanjaba divisiones internas; hoy cabe preguntar cuánto le alcanza a la doctora Sheinbaum para desempeñar ese papel.

Y otra: la ausencia protagónica de corporaciones priistas —CROC, CNC, CTM, CNOP— que operaban como correas de transmisión.

A pesar de todo, el PRI le hacía honor a su nombre: era institucional. Morena, en cambio, es un movimiento. Esa diferencia no es menor: la institucionalidad daba cauces y límites —a menudo autoritarios, sí—, pero también reglas.

El movimiento, por definición, es fluido, agregador, eficaz para ganar elecciones y movilizar, menos para construir contrapesos y procesar disensos.

La gran incógnita es si el movimiento derivará en una nueva institucionalidad democrática o si reproducirá, con otros emblemas, la cultura política que tanto dice cuestionar.

En suma, Crónica del fin entretiene y provoca, pero explica menos de lo que sugiere.

Si de veras queremos entender qué terminó —y qué no— del viejo régimen, habrá que mirar más allá del espejo del partido: a la sociedad, a las instituciones, a la economía y a los incentivos que, ayer y hoy, moldean la política mexicana.

Solo entonces sabremos si asistimos al final de una era… o al reciclaje de sus viejas prácticas con nuevos colores.

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