Un buen amigo, Víctor Sosa, me rememoró recientemente a John N. Gray (Reino Unido 1948) y con él al pesimismo como principio de realidad. Según el cual, como humanidad no tenemos remedio y eso es lo que explica las “soluciones” totalitarias, los fanatismos, las utopías liberales o comunistas como formas de “ordenar” la vida y dar certeza, aunque sea a cambio de libertad y de la vida misma.
No hay nada que ciegue más al ser humano que el miedo, la incertidumbre, el desamparo; contra ello estamos dispuestos a seguir al “iluminado”, a aquel que nos simplifica la visión de la complejidad, quien nos ofrece soluciones “obvias” a problemas que ante nuestros ojos solo requieren de voluntad y valentía. Estamos dispuestos a seguir a quien nos ofrece amparo, a quien “piensa como nosotros” y nos dice por dónde ir y qué hacer.
Lo anterior viene a cuento, ya que en los últimos meses en los que he vuelto a recorrer nuestro país, ahora promoviendo una nueva plataforma política, una pregunta recurrente es: ¿quién es el líder? A lo que sigue: “¡México necesita un líder!”. Lo anterior deriva de una natural curiosidad por saber “quién está detrás”, pero también de la búsqueda de una figura en la que depositar la confianza, en torno de la cual sumarse.
Sin duda, es mucho más sencillo congregarse en torno a una persona, responder al llamado de la misma, que el motivo de la movilización social sea una idea abstracta o el ideario de un partido o una organización, y menos aún cuando se llama a que seamos corresponsables y a multiplicar los liderazgos.
Lo que hoy vivimos es una suerte de caudillos fuertes con pocas ideas, los mismos que responden a una sociedad atomizada que paradójicamente necesita congregarse. En otras palabras, una sociedad en la que cada quien “vela para su santo” y, sin embargo, necesita de un poder que dé una razón de vida frente a la percepción de un enemigo común.
El enemigo común se construye desde la percepción que tenemos de nosotros mismos, de nuestros vecinos, de aquellos con los que nos cruzamos en la calle. Las recientes encuestas arrojan un dato por demás revelador al respecto: solo el 26% de los mexicanos piensa que se puede confiar en la mayoría de las personas (referido en este diario por Ciro Murayama).
El clima de inseguridad en el que vivimos abona de manera muy importante y creciente al miedo, la sospecha, al refugio en los más cercanos, que son cada vez menos; ya ni hablar de la autoridad responsable, a la que se sabe coludida, y los datos se acumulan día a día para avalar esa apreciación.
De la mano está la referencia en algunos sectores sociales, no menores por cierto, de que todo este ASOCIAL contexto se debe además al todavía predominio de los conservadores, a los que hay que combatir, o bien al avance de los de izquierda, a los que hay que frenar a toda costa y a cualquier costo.
En este panorama en el que priva la inseguridad y la desconfianza, la polarización se ha acentuado y, sin duda, López Obrador y Claudia Sheinbaum irresponsablemente han contribuido a ello, ya que juegan el papel como jefes de su partido político y no para el que fueron electos como representantes de la sociedad toda.
Con ello apuestan a consolidar una base partidaria sólida con la que sea suficiente gobernar ante el escepticismo, pasmo, desencanto o indiferencia de las mayorías abstencionistas y opositoras.
Todo parece conducir a confirmar la sospecha de Gray (y, por qué no, de alguna manera la de Hobbes) de que las ambiciones desbordadas hacen imposible cualquier solución civilizada en la que impere la política como forma racional de ponernos de acuerdo para encontrar remedios a problemas comunes a pesar de nuestras diferencias.
El humor público parece querer culpables antes que soluciones, congregarse al llamado de un líder antes que asumir la responsabilidad colectiva, concentrar el poder antes que limitar el mismo construyendo contrapesos.
La colegialidad aparece como ineficiente frente a la urgencia de atender lo inmediato, para lo que se requiere delegar la responsabilidad en un otro que sabe cómo y además tiene la fuerza para ello.
Frente a lo anterior, que tiene mucho de dato duro y que constato en este recorrido, sigo pensando como liberal socialdemócrata (¡Vaya encuentro!), que el remedio está en la democracia que da a cada quien su peso en la representación política sin eliminar al adversario y en la atención a causas, teniendo por solución a las mismas la racionalidad que busca la atención al fondo y no el aplauso inmediato.
Difícil contender contra Gray, pero más difícil quedarse pasmado frente a la hecatombe.
POSDATA: Mientras todo esto pasa, el Zócalo de la capital de la República se colma, a la más vieja usanza, por grupos que pueden contabilizarse para hacer ver la “fuerza” y la lealtad de quien los congregó.
Parece que no estamos sentados sobre un polvorín y que, ante las contradicciones internas de la 4T, la unidad partidista está por encima de cualquier otra consideración; en eso les va la vida.