En las democracias, el discurso político suele caminar por una delgada línea entre la convicción ideológica y la estrategia electoral. Pero hay momentos en que esa línea se borra por completo y lo que prevalece es el oportunismo, la simulación, el uso instrumental de los principios cuando conviene y su olvido cuando estorban. Vivimos en México uno de esos momentos; la doble moral ha dejado de ser una anomalía para convertirse en norma.
Durante décadas, ciertos símbolos del privilegio —viajar en primera clase, acudir a salas VIP, hacer compras en boutiques extranjeras o vacacionar en destinos exclusivos— fueron condenados como expresiones de una élite insensible y desconectada del pueblo. El nuevo grupo gobernante, entonces en campaña, encontró en esta narrativa un recurso inagotable para construirse una aureola de moralidad. Hoy, quienes se asumían como paladines de la “austeridad republicana” disfrutan sin pudor de los mismos lujos que antes denunciaban, ahora con la bandera de los “derechos individuales” por delante.
No se trata de negar a nadie el derecho al confort ganado legítimamente. El problema no es el hecho, sino el discurso que lo precedió y que ahora es negado con actos. La crítica no es al viaje, sino a la hipocresía. Ayer se denunciaba con enjundia e indignación; hoy se justifica con cinismo.
Lo mismo ocurre con el uso faccioso de la ley. Cuando un secretario de Seguridad Pública de administraciones anteriores fue vinculado con el crimen organizado, no hubo mesura en el juicio político ni compasión en el escrutinio público. Era comprensible; el daño al Estado era profundo. Pero hoy, un personaje cercano al actual círculo presidencial, con una trayectoria que incluye cargos clave como gobernador, secretario de Gobernación y aspirante a la candidatura presidencial, enfrenta señalamientos similares. En este caso, sin embargo, se pide mesura, se exige presunción de inocencia, se evaden responsabilidades políticas. El rasero cambia, la vara se acorta, la moral se acomoda.
En la reciente elección para la renovación de órganos del Poder Judicial, el proceso estuvo marcado por prácticas que, de haber ocurrido bajo gobiernos anteriores, habrían sido motivo de escándalo nacional. Se distribuyeron “acordeones” con la lista de candidatos escogidos por el oficialismo, se hizo uso indebido de recursos públicos y se condicionó la entrega de programas sociales a cambio del voto. Y sin embargo, desde el poder no hay autocrítica. Lo que antes era un delito democrático hoy se presenta como expresión de la voluntad popular.
Aún más preocupante resulta la forma en que se ha manipulado el derecho a la libertad de expresión. Si bien el uso de recursos públicos para favorecer a medios de comunicación afines no es nuevo, su escala actual, su crudeza y su descaro rompen con cualquier atisbo de equidad informativa. Lo que antes se combatía con reformas constitucionales, hoy se reproduce con mayor eficacia. El control del relato se ha vuelto obsesión y cualquier voz crítica es objeto de estigmatización, descalificación o silenciamiento.
Estos ejemplos no son casos aislados. Son síntomas de un clima político y social donde el cinismo ha reemplazado a la ética pública. La mentira ya no se oculta, se convierte en método. La doble moral no se disimula, se normaliza. Y lo más preocupante es que este patrón permea en la sociedad y se convierte en conducta.
Porque cuando desde las más altas esferas del poder se envía el mensaje de que las reglas solo aplican para los otros, de que los principios son intercambiables según la conveniencia, de que la verdad es una construcción al servicio del momento, el daño no es solo institucional, es cultural. Se genera una atmósfera donde la incredulidad se convierte en estado de ánimo nacional, donde se impone la lógica del más fuerte, la impunidad como aspiración, la trampa como herramienta de sobrevivencia. La corrupción ya no es solo un problema de élites, se vuelve hábito.
La doble moral mata lentamente a la República. No con un golpe de Estado, sino con la erosión cotidiana de la confianza, de la legalidad, de la posibilidad de convivir bajo normas compartidas. Lo peor que puede pasarnos no es tener malos gobiernos, sino llegar a creer que no puede haber mejores. Y a eso nos lleva esta forma de proceder cuando se institucionaliza.
Reconstruir el tejido institucional y social será una tarea larga, difícil, acaso generacional. Pero para empezar, hace falta nombrar el problema; la doble moral nos está haciendo pedazos. Y si no recuperamos la capacidad de indignarnos ante la incongruencia, de exigir coherencia entre el decir y el hacer, de volver a la política como ética de la responsabilidad, México seguirá atrapado en este espejismo de cambio donde todo cambia para que nada cambie.