Telón de Fondo

La fragilidad institucional y el rostro del autoritarismo

México está en riesgo de consolidar un régimen autoritario. Las señales están ahí y no son menores. Cuando las instituciones se debilitan, las mentiras sobreviven.

México vive una etapa crítica. La semana pasada advertimos en este espacio que la institucionalidad —esa arquitectura de normas, controles y límites al poder que define una democracia— muestra fracturas profundas. Esta fragilidad no es un accidente, sino el resultado, entre otras cosas, de la permisividad, la complicidad y la indiferencia de quienes están en el gobierno y en posiciones de representación ante el crecimiento de poderes que no siguen la ley, especialmente el crimen organizado.

Sin duda, los malos resultados de gobierno que no estuvieron a la altura de la expectativa social despertada por la transición democrática también han contribuido a la conformación de lo que hoy vivimos.

El deterioro de las reglas básicas del juego democrático no se da de un día para otro, pero hay momentos en que los hechos se acumulan con tal contundencia que no dejan lugar a la ambigüedad.

Lo que ayer fue bandera de denuncia para Morena, hoy parece ser práctica tolerada —cuando no encubierta— por el mismo partido en el poder. Todavía hoy no dejan de descalificar el sexenio calderonista por el caso García Luna, sin duda condenable, y Tabasco los pone en evidencia.

Lo que hoy vemos “en la tierra” de López Obrador es una muestra más al respecto. El exsecretario de Seguridad Pública, Hernán Bermúdez —cuando Adán Augusto López era gobernador y hoy el actual coordinador de la bancada mayoritaria de Morena en el Senado— está prófugo. Se le responsabiliza directamente de haber encabezado un grupo delictivo al mismo tiempo que tenía la máxima responsabilidad de combatirlos.

Lo que resulta escandaloso no es sólo la omisión, sino la reiteración. Quien tenía la máxima “investidura” en aquel estado del sureste tuvo la responsabilidad de supervisar el quehacer de sus subordinados directos y más en una tarea tan delicada como la de garantizar la seguridad de la ciudadanía. Sin embargo, el problema se complica si esa misma persona posteriormente ocupó la Secretaría de Gobernación. Su encomienda es la coordinación de las instancias para la gobernabilidad interna del país y la coordinación para ello con las fuerzas de seguridad pública. Para colmar los riesgos, esa misma persona estuvo cerca de ser postulada a la Presidencia de la República por el actual partido gobernante.

Lo que criticaban se volvió práctica. Esta doble moral ilustra un patrón mayor, es decir, el uso del discurso como escudo mientras en los hechos se reproduce lo que se ha condenado. Hannah Arendt lo advirtió con claridad: la política moderna ha normalizado el uso de la mentira como herramienta de control. Se construyen realidades alternas, se manipula el lenguaje, se eluden responsabilidades. Pero hay un punto en que la realidad se impone con tal fuerza que ni la narrativa más elaborada logra ocultarla.

A esto se suma un fenómeno igualmente preocupante vinculado con el avance de mecanismos de censura institucional. La libertad de expresión —piedra angular de cualquier democracia— está siendo erosionada bajo formas cada vez más sofisticadas. Desde la reveladora pretensión de controlar los contenidos en redes sociales que estaba en la propuesta de reforma a la Ley de Telecomunicaciones (finalmente, el artículo 109 del proyecto original fue retirado; sin embargo, la instancia gubernamental responsable no tendrá contrapesos en el ejercicio de sus facultades), hasta regulaciones locales como las aprobadas en Campeche y Puebla, que facultan a autoridades para restringir contenidos digitales y en medios tradicionales, la intención es clara: ejercer control sobre la opinión pública.

Pero el control no se limita al marco legal. También se expresa en actos autoritarios disfrazados de “defensa del honor” o “respeto a la investidura”. Hay casos recientes que lo demuestran. Un ejemplo es el del presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, que obligó a un empresario a ofrecerle disculpas públicas. Otro ejemplo es el de la diputada Karina Barreras, esposa del presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Gutiérrez Luna. Al amparo de una sentencia del TEPJF, obliga a una ciudadana a publicar, durante 30 días, una disculpa pública. Estas y otras más son expresiones de una intolerancia institucionalizada que ya no se oculta, se ejerce abiertamente con arrogancia.

El diagnóstico es claro: México está en riesgo de consolidar un régimen autoritario. Las señales están ahí y no son menores. Cuando las instituciones se debilitan, las mentiras sobreviven. Cuando las reglas no se aplican de manera general, el poder se vuelve discrecional. Cuando la crítica es perseguida, el pluralismo se asfixia. Y cuando todo eso ocurre al mismo tiempo, estamos ante un proceso de regresión democrática.

Lo más grave no es solo lo que se hace, sino lo que se normaliza. Nos acostumbramos a la impunidad, al cinismo, a la censura disfrazada de legalidad. La mentira construye realidades alternas tapando la realidad y esta se construye no por hechos, sino por el vocero que la describe.

POSDATA: El franco boicot a la libertad de asociación está en marcha. El pasado sábado en la alcaldía Iztapalapa de la CDMX se impidió la realización de una asamblea constitutiva de SomosMX, organización que busca constituirse como partido político nacional. El responsable del Centro Social que había sido contratado para la realización del evento refirió que, por instrucciones del secretario de Agricultura, procedía a cancelarlo. Ayer un grupo de promotores de la misma organización fue retirado del Parque de la Bombilla por funcionarios de la alcaldía. Lo más elemental, la libertad amenazada. ¿Así se perfila la anunciada reforma político-electoral?

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