Si aun para los más incrédulos podría parecer una exageración afirmar que estamos frente a un gobierno autoritario, el motivo que dio lugar al anuncio de la reforma político-electoral deja al desnudo esta intención. La doctora Sheinbaum, en tono molesto, afirmó que el INE se había “extralimitado” porque cinco de los once miembros del Consejo General habían votado por no declarar la validez de la elección del Poder Judicial. ¿Así o más clara? Las opiniones distintas deben ser acalladas y eliminadas. No bastan las mayorías, se reclama unanimidad.
Había quien lo dudaba y tal vez hoy, ante la avalancha de iniciativas y acontecimientos, no alcanza a ver las consecuencias. Pero ahí están las evidencias, una tras otra, iniciando con la elección del 2024 cuando el presidente de la República encabezó durante tres años su campaña sucesoria después de perder la mayoría calificada en la Cámara de Diputados.
La misma Constitución que él, desde la oposición, contribuyó a construir, teniendo como eje en la materia político-electoral la equidad de la contienda, ahora era ignorada y, con la finalidad de materializar su proyecto, el fin justificaba los medios. Lo de “al diablo con sus instituciones” no era un acto histriónico, revelaba una visión del poder y su ejercicio.
El proyecto era claro: había que cambiar de raíz las bases de la República, las reglas de la convivencia, de la economía, el diseño mismo del Estado en aras de un proyecto histórico predeterminado por quien había constituido un movimiento a la manera de su muy particular lectura de la “Historia Patria” y su continuidad en la autoproclamada “Cuarta Transformación”.
El primer paso —después del episodio no previsto de una sociedad que se atrevió en 2021 a salir a la calle y votarle en contra, y otro importante sector del electorado que no salió a proclamarle a pesar de los programas sociales— era ganar las elecciones del 2024.
Sin duda, el resultado de aquella elección fue incuestionable: 60% de quienes salimos a votar lo hicieron por la actual presidenta, pero eso solo representó el 36% de quienes teníamos la posibilidad de ejercer nuestro derecho. Sí, el abstencionismo rondó el 40%.
López Obrador no podía permitirse cometer el mismo “error” de su primer trienio; su legado tenía que materializarse a la brevedad. De manera tal que su siguiente paso fue hacerse del Tribunal Electoral, por eso lo dejó incompleto para operar con la mayoría con la que ya contaba. Esa instancia fue la que finalmente avaló la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados y con ella la necesaria mayoría calificada para hacer las reformas constitucionales sin tener ningún obstáculo —lo del Senado fue el grosero apretón de tuercas a aquellos mercenarios de la política—.
En ese contexto, la doctora Sheinbaum envió al Congreso la herencia de su antecesor que, sin discusión, fue aprobada en los primeros meses del actual sexenio. En el paquete iba la reforma al Poder Judicial, cuyo acto más visible fue la elección de juzgadores del pasado 1 de junio, pero el fondo era hacerse de ese tercer poder del Estado mexicano. En el camino, las instituciones autónomas, contrapesos del poder, fueron debilitadas o definitivamente sentenciadas a desaparecer.
Del famoso Plan C solo estaba pendiente la joya de la corona, la reforma político-electoral. Ya no falta más; la actual titular del Ejecutivo federal acaba de anunciar que próximamente enviará una iniciativa que, dado lo expresado por ella, será en los términos del plan original, es decir, eliminación de plurinominales, reducción de facultades y del financiamiento a las autoridades electorales y a los partidos políticos, etcétera.
Lo he dicho en reiteradas ocasiones: con lo anterior no solo se elimina la representación de la pluralidad de nuestra sociedad en instancias legislativas, sino además la certeza de que la voluntad ciudadana será respetada. Las autoridades electorales pasarán a ser apéndices del Ejecutivo, cuarenta, cincuenta años de luchas por ensanchar derechos y el libre ejercicio democrático, por la borda.
Y para cerrar, la semana pasada, tras un propósito a todas luces necesario, el paquete de reformas legales que tiene que ver con la seguridad avanza inexorablemente. La Guardia Nacional formaliza su paso definitivo al mando del Ejército —nunca dejó de tenerlo— y a los mismos miembros de las Fuerzas Armadas se les facilita el tránsito a posiciones de gobierno y de representación.
Al mismo tiempo, se faculta a la Secretaría de Seguridad Pública para intervenir en la vida de la ciudadanía sin necesidad de órdenes judiciales y, bajo el pretexto de facilitar los trámites administrativos y de atender la dolorosa tarea de combatir la desaparición forzada, se crea la identidad digital (CURP biométrica), es decir, el registro de todos los datos ciudadanos, incluidos los biométricos, que podrán ser utilizados para múltiples propósitos.
Nadie en su sano juicio podría oponerse a evitar la desaparición de personas y a combatir los hechos que lleven a ello, pero eso no debería pasar por encima de derechos y de la vigilancia ciudadana; cuando esto no es así, los totalitarismos se imponen, la historia está para demostrarlo.
El cierre no podría ser más ominoso; bajo el paraguas de la ley de telecomunicaciones se abre la puerta a la censura. Lo dijimos en su momento: no bastaba con eliminar el artículo 109, había que revisar integralmente la propuesta, ya que la posibilidad de vigilar y restringir la comunicación de la ciudadanía estaba en el armado de la reforma y no solo en una de sus partes. El bloque dominante, acompañado en esta ocasión por los legisladores de Movimiento Ciudadano, aprobó una reforma restrictiva y que atenta contra la libertad de expresión.
Aquí solo algunas pinceladas del conjunto de reformas que ya se han materializado y otras que están en curso. Todas ellas configuran el diseño de un Estado autoritario que, en las más diversas materias —sociales, políticas y económicas—, se facilita el camino para tomar decisiones sin contrapesos, sin transparencia y en camino a imponer una vigilancia contra cualquier viso de disidencia.