Reprobable, sin duda, la actual política norteamericana sobre migración, pero que eso no nos impida ver y reconocer la raíz del problema y la responsabilidad que tenemos por los flujos migratorios que, durante décadas, han llevado a decenas de millones de compatriotas fuera de nuestras fronteras.
La política norteamericana presiona al gobierno mexicano, pero éste ha emulado lo que critica, dando un tratamiento militar, policiaco y persecutorio a la migración durante los gobiernos de la 4T, en lugar de atender el fondo, aunque se llene la boca de un discurso de lo contrario.
El tratamiento estructural, las verdaderas razones detrás de la migración, las condiciones de seguridad y prosperidad que merecemos, los problemas de fondo en lo económico, social y político no se han atendido y, en todo caso, se usan en los discursos de campaña o para crear cortinas de humo.
Mientras las manifestaciones se multiplican en distintas ciudades de los EU, el Grupo de los Siete (G7) se reúne en Canadá para discutir los grandes desafíos globales —desde el cambio climático hasta la seguridad internacional—. En los márgenes de este foro, Claudia Sheinbaum y Donald Trump sostendrán su primer encuentro presencial. Uno de los temas más espinosos para México volverá a la agenda bilateral y es justamente el de la migración, además de los de seguridad y política económica.
Aunque las cámaras buscarán el momento diplomático, el fondo del diálogo será áspero. No solo por el endurecimiento de las políticas migratorias de EU, sino por el modo en que ambos gobiernos han administrado, o más bien evadido, sus responsabilidades ante una realidad compartida. Las redadas masivas en ciudades como Los Ángeles, la estigmatización racial de latinos y la criminalización de trabajadores migrantes son sólo la expresión visible de un modelo que pretende resolver un problema estructural con medidas policiacas. Pero también es cierto que señalar afuera, denunciando la injusticia sin asumir la parte que corresponde, se ha vuelto una constante de la reciente política mexicana.
Hoy se acusa al gobierno de nuestro país de haber “provocado” descontentos en EU; la secretaria de Seguridad Interna estadounidense dijo que la Dra. Sheinbaum había encendido los ánimos entre comunidades latinas. Se trata de una declaración desproporcionada, pero que no debe distraernos de una verdad incómoda: la masiva migración se origina en la persistente incapacidad del Estado mexicano para ofrecer condiciones dignas de vida.
Migran quienes no tienen alternativas, quienes enfrentan pobreza, violencia, marginación y gobiernos que no les garantizan educación, salud, trabajo digno o la más elemental seguridad. Esta situación no es nueva, pero se ha agudizado. El actual régimen, que prometía atacar la raíz del problema, ha hecho un uso demagógico de las sentidas causas de amplios sectores de nuestra sociedad.
Ni los gobiernos neoliberales ni el gobierno nacionalista-populista de la llamada Cuarta Transformación han logrado revertir la ecuación histórica que empuja a millones a buscar fuera lo que en nuestro país no han encontrado.
A eso se suma un fenómeno aún más delicado, el creciente señalamiento desde agencias estadounidenses sobre presuntos vínculos entre políticos mexicanos y el crimen organizado. La designación del actual embajador de EU, de perfil claramente vinculado a la inteligencia, y las frecuentes visitas de altos funcionarios norteamericanos son signos evidentes de una preocupación que va más allá de la cortesía diplomática.
No se trata de asumir sin pruebas esas acusaciones. Pero sí de entender que el desmantelamiento institucional, la falta de rendición de cuentas y el uso político de la seguridad han debilitado la legitimidad del Estado mexicano ante la ciudadanía y el mundo. La soberanía se defiende con eficiencia, eficacia, honestidad y respeto a la legalidad, no solo con discursos.
En el fondo, el fracaso migratorio es el fracaso del combate a la pobreza, es el reflejo de promesas incumplidas. Seguimos atrapados en un modelo económico profundamente desigual, sostenido por discursos aparentemente dispares, pero con resultados similares, es decir, una economía que expulsa, una política que “administra” consecuencias y una sociedad que normaliza la fuga como única salida para muchos.
Es cierto que la política estadounidense en materia migratoria reprime al migrante mientras se beneficia de su trabajo. Pero también es cierto que México no puede seguir pidiendo trato justo afuera mientras niega justicia dentro. La verdadera defensa de nuestros migrantes no empieza en la frontera, sino en las zonas marginadas, en los pueblos sin escuelas, en las colonias sin empleo, en las regiones abandonadas por décadas.
Urge abandonar el falso consuelo del nacionalismo defensivo. No podemos seguir ondeando la bandera para ocultar lo que no hemos querido ver, que millones emigran porque aquí no parece haber futuro. Y no lo hay porque las políticas públicas no han sido capaces de construir un piso mínimo de bienestar. El discurso anticorrupción y las promesas de transformación no sustituyen la necesidad de una política económica inclusiva, de una estrategia real de seguridad, ni que se invierta en educación, salud y en la construcción de una sociedad que ofrezca igualdad de oportunidades.
La solución no está en endurecer más la frontera ni en solicitar programas temporales de empleo. Está en asumir con seriedad que México debe construir un nuevo modelo de desarrollo que vuelva innecesaria la migración por desesperación. Que quien se vaya, lo haga por elección, no por expulsión.
Y para eso, se necesita de un Estado que no rehuya su responsabilidad. Porque mientras no lo hagamos, cada redada, cada retén, cada persona deportada será también un espejo que nos dice que el verdadero muro no está allá, está aquí.
POSDATA: La censura rampante: primero el proyecto de Ley de Telecomunicaciones —el mismo que está en suspenso, pero la intención ahí está— y ahora Campeche y Puebla: ¡¡¡prohibido criticar!!!