Telón de Fondo

Cuando la democracia se reduce al voto, esconde al autoritario

La falta de participación, la complejidad de las boletas y la indiferencia social mostraron que este experimento no era una exigencia ciudadana, sino una decisión vertical, impuesta desde el poder.

El gobierno federal insiste en calificar la reciente elección judicial como un “éxito democrático”, una afirmación que no resiste el más mínimo análisis. A pesar del discurso triunfalista, los datos, los hechos y la percepción nacional e internacional pintan una realidad completamente distinta: México acaba de protagonizar uno de los experimentos más fallidos y costosos de su historia reciente, si de mejorar la justicia se trataba.

El único éxito que puede exhibir el gobierno es la concentración del poder del Estado en el Ejecutivo Federal, aunque más bien parece un éxito administrativo más que político, ya que al no volcarse “el pueblo” a las urnas, desnuda su ilegitimidad.

El 1 de junio se llevó a cabo una inédita elección mundial —¡Sí, mundial!— para renovar más de 2 mil 700 cargos judiciales federales y locales, incluyendo jueces, magistrados y hasta ministros. Desde su concepción, este ejercicio fue criticado por especialistas en derecho constitucional, expertos en administración de justicia, organizaciones de la sociedad civil, organismos nacionales e internacionales. Pero las voces de alerta fueron ignoradas.

El resultado fue una jornada marcada por el desinterés, la confusión y la opacidad. La participación ciudadana no superó el 13%, un dato demoledor que, lejos de validar el proceso, lo evidencia como un fracaso rotundo. La mayoría del electorado no sabía de qué se trataba, cuáles eran los cargos en disputa, ni conocía a los candidatos, ni mucho menos entendía cómo influiría su voto en la impartición de justicia en el país.

No sorprende entonces que se hayan reportado cifras récord de votos nulos y de una nueva categoría, “Recuadros no utilizados” (SIC), es decir, dado que un ciudadano podía elegir a más de una candidatura, se presentaron muchos casos en los que el elector no usó todas sus opciones. Si se suman estos dos rubros en el caso de la elección de ministros, en la que se registra la mayor participación, resulta que de los que fueron a votar, 23% o anuló totalmente su voto (10.8%) o no se manifestó por todas sus opciones (12%). En las elecciones para elegir ejecutivos y legislativos, los votos nulos rozan apenas el 5% en el peor de los casos.

A esta falta de legitimidad se suman prácticas preocupantes. La aparición masiva de “acordeones”, pequeñas guías con los nombres preseleccionados de candidatos, repartidas en colonias, centros de trabajo, oficinas públicas y plazas comerciales, sugiere la existencia de redes de movilización no registradas, campañas paralelas y financiamiento opaco. No hay registros oficiales de cuánto costó esta operación ni de su origen, pero fue evidente que algunos aspirantes judiciales, en particular los propuestos por el Poder Ejecutivo, recibieron apoyos organizados, dirigidos y muy probablemente públicos, que indujeron el sentido del voto.

Además del costo económico para la organización de la elección y el reportado y el no reportado para las campañas, lo más alarmante es el costo institucional que esta elección tiene para el INE y para el sistema electoral del país. Ejercicios de esta naturaleza alejan a la ciudadanía de la política e incrementan su incredulidad sobre lo que realmente la democracia significa y el poderoso instrumento que es, siempre y cuando esté en manos de los electores.

¿Para qué se usó, en cambio? Para montar una elección que fue ignorada por las mayorías, incluidas las bases de apoyo del bloque dominante, y por “la inmensa minoría”, citando a Krauze. La falta de participación, la complejidad de las boletas y la indiferencia social mostraron que este experimento no era una exigencia ciudadana, sino una decisión vertical, impuesta desde el poder.

En el plano internacional, las reacciones no se hicieron esperar. Observadores de la OEA, académicos y medios como The Guardian, The Economist o El País destacaron el escaso respaldo popular, las irregularidades y los riesgos a la independencia judicial. La enorme mayoría de los países con sistemas democráticos consolidados no contemplan la elección directa de jueces. En Estados Unidos, por ejemplo, los pocos estados que lo permiten lo hacen de forma limitada, y en muchos casos están revirtiendo esos modelos por los problemas que generan. Nadie en Europa propone llevar la justicia a las urnas.

El error de fondo es creer que los jueces deben ser elegidos como diputados o alcaldes. La justicia no se administra por simpatía, ni por aplausos, ni mucho menos por lealtades ideológicas. La imparcialidad judicial exige conocimientos técnicos, experiencia y autonomía. Cuando se les somete al juicio del voto popular, se corre el riesgo de que actúen buscando popularidad, no justicia; y que su carrera dependa de quien los apoya políticamente, no de su competencia legal.

Peor aún, esta elección judicial puede convertirse en un peligroso antecedente para futuras elecciones, pero además, si se normaliza elegir a jueces por voto, ¿qué sigue? ¿Elegir al auditor superior de la Federación en boletas? ¿Al gobernador del Banco de México? ¿Al fiscal general? Ya se escuchan voces desde el oficialismo que proponen extender este mecanismo a otros poderes u organismos constitucionales autónomos, bajo la falsa bandera de la “democratización”.

La democracia, lo volvemos a repetir, no es solo salir a votar. Es también fortalecer instituciones, garantizar contrapesos y proteger la independencia de quienes deben vigilar al poder. Por eso, no podemos callar ante este fracaso que posterga aún más la construcción de un Estado de derecho. Debemos señalarlo con firmeza, evaluarlo con seriedad y cerrarle el paso antes de que forme parte de la cotidianidad.

Porque cuando la justicia se somete al capricho electoral, deja de ser justicia y se convierte en botín. Y eso, en una democracia, es inaceptable.

POSDATA: Mientras las elecciones municipales en Durango y Veracruz atrajeron al 50 por ciento del electorado, las del Poder Judicial en ambos estados apenas rozaron el 20 por ciento.

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