Se ha puesto en marcha, nuevamente, una maquinaria de odio, financiada aquí y afuera, para aprovechar de manera oportunista el condenable asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, y convertir la demanda de seguridad en la bandera de una estrategia encaminada a restar autoridad a la presidenta de México y crear un clima artificial de crispación, a partir del cual pedir la intervención de un gobierno extranjero, el de Estados Unidos, en asuntos que solo competen a las y los mexicanos.
Carentes de programa, sin idea de un proyecto de nación, las versiones de la derecha vernácula parecen haber encontrado consenso en una estrategia de desestabilización en la ruta de conseguir con la violencia callejera lo que las urnas les han negado.
En todos los tonos, la opinocracia insiste en que la presidenta debe sujetarse a sus consejos, alejarse del fundador del movimiento y dar golpes de fuerza que la legitimen en el cargo.
En su extravío, pretenden ignorar la legitimidad de origen de Claudia Sheinbaum, orgullosamente la primera mujer presidenta del país, electa por 34 millones de ciudadanas y ciudadanos.
Saben de la legitimidad de la presidenta, que las encuestas refrendan, pero en su nuevo ensayo desestabilizador juegan a tumbar gobiernos porque, en realidad, no son demócratas.
Desprecian, no tan en el fondo, la participación de las mexicanas y mexicanos de a pie, a quienes tachan de ignorantes y manipulados porque apoyan a un gobierno que por primera vez ha volteado a verlos.
En su añoranza del viejo régimen, algunos destacados miembros de la opinocracia insisten en que la presidenta debe romper con el fundador del movimiento.
En la ceguera que acompaña la irrelevancia, no se han dado cuenta de que para la mayoría ciudadana la continuidad que da a la transformación es justamente una de las virtudes del gobierno que encabeza la presidenta Sheinbaum.
La lucha por la transformación profunda de México no es de ayer. El triunfo de 2018 y su refrendo seis años más tarde se debe a décadas de lucha pacífica en los cauces democráticos, aun en la época del autoritarismo del PRI.
De ahí que, por historia y convicción, no podemos sino rechazar de manera enérgica el uso de la violencia como recurso político.
Nuestra lucha de toda la vida —como consta en la trayectoria de nuestra presidenta— ha sido por las libertades y hemos ejercido como ninguna otra expresión política el derecho a la protesta.
Por eso sabemos reconocer cuando algunos reclamos legítimos se contaminan con intereses ajenos, con los afanes de quienes piensan que traer agitación y zozobra les rendirá los frutos que ya no consiguen o que nunca conseguirían por vías democráticas.
Se debe reconocer que la mayoría de los participantes de la marcha del pasado 15 de noviembre actuó de manera pacífica y en el ejercicio de un derecho.
Eso subraya la necesidad de que la participación de grupos violentos en manifestaciones como la marcha de la referida —que, por cierto, fracasó en su convocatoria a los jóvenes— sea investigada para esclarecer a plenitud quiénes mueven esos hilos y con cuáles pretensiones lo hacen.
La violencia no tiene cabida en nuestro escenario político y debe ser rechazada por todas las fuerzas políticas sin importar quién esté en el poder.
Eso es lo que corresponde a los demócratas.
Por otro lado, si de manifestaciones pacíficas se trata, ya nos hemos medido.
¡De tomar la calle nadie nos va a enseñar! Ahí estaremos, cuando así lo pida el pueblo, para respaldar a nuestra #PresidentaDeTerritorio en sus esfuerzos para lograr la paz y la seguridad, por tener una nación justa, unida y humanista.