La lista de invitados a la reunión del Grupo de los Siete (G7) da cuenta de cómo ha cambiado el mundo en las recientes décadas. Integrado en 1973 por las que entonces eran las mayores economías del mundo (Reino Unido, Canadá, Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia e Italia), con el tiempo dio entrada a Rusia (más tarde excluida por el conflicto de Crimea).
Hoy, la India (que asistió como invitada al evento, igual que México) y China tienen economías de mayor tamaño que varias de la mayor parte de los integrantes del selecto club, lo que da cuenta de los cambios ocurridos en el tablero de la economía y geopolítica planetarias.
En su más reciente edición, la nota mundial fue que el presidente Donald Trump abandonó la reunión para atender la crisis —instigada por su propio gobierno— en Medio Oriente, por la escalada de ataques entre Irán e Israel.
El magnate tuvo que salir de emergencia para atender una de sus guerras.
Debido al escenario bélico, el esperado encuentro entre la presidenta Sheinbaum y Trump se pospuso. En México, algunas voces quisieron presentar ese ajuste en la agenda de las trumpianas urgencias como una “derrota” de México y de la estrategia con la cual la presidenta Claudia Sheinbaum ha lidiado con el irascible presidente de la poderosa nación vecina.
Con expresiones que solo muestran su limitada visión de los peligros y retos del escenario internacional del momento, dirigentes de la derecha llegaron al risible extremo de decir que la cancelación de la reunión prevista (al igual que otras con mandatarios de otras naciones) es una prueba de la “ineficacia” de la diplomacia mexicana.
Lo cierto es que la presidenta Sheinbaum mantuvo el resto de su agenda, que incluyó importantes encuentros con sus pares de la Unión Europea, la India y el país anfitrión, Canadá, una de las tres partes del tratado comercial más importante de nuestro país.
Mientras Trump advierte a los iraníes que abandonen Teherán, en el frente interno aprieta las tuercas y siembra el terror en las comunidades inmigrantes.
Mucho ruido, pocas nueces y más terror que nunca; así se podría resumir la andanada que Trump ha ordenado reforzar luego de que cinco millones de personas salieran a las calles de decenas de ciudades al grito de “No King”, en referencia a los afanes de emperador que ha exhibido el magnate en el poder.
Mientras, los campos y otros sitios de trabajo donde los migrantes se emplean comienzan a quedarse vacíos, ante el fundado temor de la deportación.
Pese al miedo que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, son sus ominosas siglas en inglés) ha sembrado, el número de personas deportadas por Estados Unidos no ha tenido un incremento significativo.
En su primer mandato, Trump prometió hacer un gran muro, y solo pudo construir unos cuantos kilómetros, por falta de fondos.
Ahora ya no habla de muros, sino de expulsiones. Desde su campaña, ofreció a su base electoral el programa de deportación “más grande de la historia”, pero su promesa se podría topar —como la del muro— con una barrera presupuestal.
El presidente estadounidense ha prometido deportar entre 15 y 20 millones de personas. Según cálculos de organismos civiles, ese objetivo requeriría una cifra superior a los 300 mil millones de dólares, que equivalen al 5% del gasto público del vecino país.
Ese cálculo no contempla los daños a sectores económicos clave que dependen por completo de la fuerza de trabajo migrante. Así es: se calcula que no tienen documentos uno de cada cinco trabajadores de la construcción y cuatro de cada diez en la agricultura.
Más allá de los números, es indudable que la retórica del gobierno trumpista y el despliegue de tropas en sus propias ciudades, han creado un clima de polarización que es el caldo de cultivo propicio para los crímenes de odio, como los que ya están ocurriendo.
Frente a la sinrazón, la presidenta Sheimbaum ha reafirmado el único camino digno que tenemos: una política exterior soberana y comprometida con un orden internacional más justo y multipolar.