Mañana, 20 de noviembre, se cumple medio siglo de la muerte de Franco en España. (“Mil años tardó en morirse/ Pero por fin la palmó”, ironizó Joaquín Sabina en el disco La Mandrágora de 1981).
Aunque el dictador falleció en la tranquilidad de una cama, la agonía del régimen fue violenta y represora. Conviene tener memoria de esos años duros y del tránsito que hizo posible la democracia.
Moribundo, Franco seguía firmando condenas de muerte. El 27 de septiembre de 1975 la dictadura consumó sus últimas ejecuciones. Esa mañana fueron fusilados cinco jóvenes acusados de terrorismo, el último Xosé Humberto Baena, sobre quien Aroa Moreno Durán acaba de publicar el libro Mañana matarán a Daniel (Random House, 2025).
De nada valió que las confesiones de los acusados hayan sido obtenidas bajo tortura, que Baena estuviese en Portugal el día previo al crimen por el que le quitaron la vida, pues el tribunal militar que le condenó no permitió siquiera que una testigo explicara que no era él a quien ella vio disparar a un policía.
Aquel septiembre tampoco sirvieron las manifestaciones pidiendo clemencia en distintas capitales europeas ni el llamado del papa Pablo VI.
El presidente de gobierno, Carlos Arias Navarro, reprobaba la “intolerable actitud de aquellos países que, con olvido de las más elementales reglas de respeto a la independencia y soberanía nacional, han pretendido inmiscuirse en la vida interna de nuestra patria”.
El tétrico saldo del régimen del nacionalcatolicismo apenas asoma en las estadísticas: entre 140 y 150 mil personas desaparecidas en la guerra civil y la dictadura; 40 mil ejecuciones después de la guerra, en tiempos de supuesta paz.
Pero a mediados de los setenta la sociedad española rompía el corsé autoritario. Movilizaciones estudiantiles y vecinales, huelgas obreras, proclamas de artistas y profesores universitarios, reivindicaciones de los derechos de las mujeres que, en conjunto, habían provocado primero la derrota cultural de la dictadura. Franco murió en la cama, pero la transición se hizo en la calle.
Salir de la dictadura no fue fácil; el peligro siempre acechó. En los testimonios, libros y documentales sobre esos años destaca la omnipresencia de la violencia y el miedo. Al despertar 1977, ocurren los crímenes de Atocha, donde un comando terrorista de ultraderecha acribilla a cinco abogados laboralistas.
En ese clima ominoso se abrió espacio la política democrática. El presidente Adolfo Suárez da pie a la legalización del Partido Comunista. En junio de 1977 se celebran las primeras elecciones libres.
Gobierno, líderes parlamentarios y representantes de sindicatos independientes firman los Pactos de la Moncloa para asegurar libertades e incluyen un capítulo económico y social. El consenso social como parte del pacto político.
En 1978 el Parlamento aprueba la nueva Constitución, hoy vigente, que es sometida a referéndum y es ratificada por el 88 por ciento de los electores.
La garra autoritaria asoma de nuevo en 1981: el 23 de febrero hay un intento de golpe de Estado por miembros de las fuerzas armadas. El golpe fracasa.
En 1982, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) gana el gobierno y el nuevo presidente, Felipe González, decide impulsar el ingreso de España a la OTAN para, aun en la guerra fría, distanciar su proyecto de la órbita soviética.
En 1986 España se suma a la integración europea y en los años siguientes reduce la brecha de ingreso con el resto del continente. En este siglo es de los primeros países en adoptar el euro. Es ya un país democrático y desarrollado.
(La mayor anomalía en la democracia española fue el terrorismo de ETA, que hasta 2010 asesinó a 669 personas ya muerto Franco. Comandos que ponían bombas en supermercados, pistoleros que disparaban por la nuca al padre que llevaba a su hijo de cinco años al futbol no tienen aura heroica alguna: son meros criminales, también cobardes.)
La democracia no es el fin de la historia, ni está libre de problemas y desafíos. La secuela de la crisis de 2008 generó pobreza, desigualdad, desencanto.
Hoy que cobran bríos los autoritarismos, en España hay una extrema derecha que gana adhesiones electorales. También una izquierda contestataria que desprecia al “régimen del 78”.
Son extremos que se retroalimentan: unos edulcoran a la dictadura, los otros minusvaloran la importancia del consenso político como base de la convivencia. Frente a irresponsables y autoritarios, es clave defender la memoria democrática.