Economía Política

Nicaragua: memoria y vergüenza

Las botas militares, otra vez, apisonan Nicaragua. Los partidos de oposición están proscritos y quien osa disputar una elección va a prisión. El comandante no se arriesgará a otra elección libre.

Memoria. El triunfo de la Revolución sandinista en 1979 significó una buena nueva que albergaba esperanza y justicia.

Los excesos criminales del régimen de Anastasio Somoza se veían por televisión, como la cruda ejecución en Managua del periodista norteamericano Bill Steward por la Guardia Nacional.

El derrocamiento de una tiranía sustentada en el expolio y la represión daba oxígeno a una Centroamérica asfixiada por guerras civiles y gobiernos despóticos.

El gobierno de los jóvenes sandinistas fue pronto reconocido por el presidente Carter de los Estados Unidos y respaldado sin ambages por México, con importante ayuda financiera y préstamos petroleros en especie.

No solo fue el gobierno: cooperantes, activistas y estudiantes viajaban a Nicaragua a trabajar en el sector agrícola, a alfabetizar, a brindar asesorías productivas para respaldar la causa sandinista que enfrentaba graves hostilidades internas y externas.

En las postrimerías de la Guerra Fría, ya con Reagan en la Casa Blanca, se desplegó la “contra”, una operación militar de grupos mercenarios financiados por la CIA con dinero del narcotráfico.

La Iglesia católica, encabezada por el arzobispo de Managua, Miguel Obando, se sumó a la cruzada. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) acudió a someter su legitimidad a elecciones en 1990 y, en un inesperado golpe de realidad, fue derrotado por Violeta Chamorro, viuda de un periodista asesinado por Somoza.

Los revolucionarios entregaron el poder por la vía democrática y pacífica. Entonces no era usual tachar de fraude al veredicto adverso de las urnas.

Mas no todo fue moderación democrática ni legalidad: tras la derrota comenzó la “piñata”, donde los hermanos Ortega, comandantes sandinistas, y sus fieles transfirieron propiedades públicas y confiscaron tierras y empresas privadas a su dominio.

La promesa de aire fresco devino en un hedor de corrupción y saqueo. No todos sucumbieron: como otros muchos, Sergio Ramírez se deslindó, dijo y escribió Adiós muchachos.

Nicaragua, tierra volcánica, padeció a la par desastres naturales y gobiernos de pillos. Arnoldo Alemán gobernó de 1997 a 2002 y fue acusado de desviar a su pecunio hasta la ayuda internacional por el huracán Mitch.

Al comienzo de este siglo, Daniel Ortega, a la cabeza del FSLN, contrajo nupcias bajo la bendición del arzobispo Obando con Rosario Murillo —cuya hija denunció haber sido violada por Ortega a los 12 años— y fraguó un pacto de impunidad con Alemán a cambio de ver despejado el regreso a la presidencia. Ortega gobierna de forma ininterrumpida desde 2007.

Las botas militares, otra vez, apisonan Nicaragua. Los partidos de oposición están proscritos y quien osa disputar una elección va a prisión. El comandante no se arriesgará a otra elección libre.

En abril de 2018, un movimiento estudiantil contra la subida de cuotas a la seguridad social tuvo por respuesta del régimen una sangrienta represión, con decenas de jóvenes fallecidos, golpeados, encarcelados y miles que huyeron del país. Regresaron, también, los crímenes contra periodistas.

No hay prensa independiente, pero las tropelías autoritarias están a la vista del mundo.

Las dictaduras de derecha en Latinoamérica decían gobernar en nombre de Dios, contra el comunismo. La de Nicaragua actualizó la fórmula: la “co-presidencia” del matrimonio Ortega-Murillo mezcla un discurso mesiánico de marxismo y cristianismo.

La Constitución nicaragüense dice a la letra en su artículo 132: “La presidencia de la República dirige al Gobierno y, como jefatura del Estado, coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del pueblo nicaragüense y de lo establecido en la presente Constitución”. El Estado son ellos dos.

Vergüenza. El gobierno de México, en vez de condenar a la dictadura nicaragüense, como sí hizo con la de Somoza, muestra empatía hacia ella, invitó a su ejército a desfilar al Zócalo en 2023 y la respalda en foros multilaterales.

Ahora resulta que, según su alineamiento ideológico, ciertas dictaduras militares son válidas.

Ante tal extravío ético, que el jurado del premio Carlos Fuentes 2025, que conceden la UNAM y la Secretaría de Cultura, decidiera otorgar el galardón a la poeta nicaragüense Gioconda Belli, sandinista de ayer, hoy exiliada y despojada de su nacionalidad por la dictadura, resulta un mínimo acto de reparación y dignidad, de literal justicia poética.

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