Economía Política

Piketty y Sandel: contra la desigualdad

La desigualdad y los privilegios de unos cuantos se revirtieron a través de la política y del Estado de bienestar. No fue producto de la mera acción del mercado.

El rasgo más característico de la estructura social de México es su profunda desigualdad. La dimensión de esa desigualdad solo es comparable con la indiferencia que suele haber desde los sectores más favorecidos ante esa honda fractura social, a grado tal de invisibilizarla y normalizarla.

Tan es así que el instrumento indispensable para atemperar la inequidad social, la política fiscal progresiva y redistributiva, ha sido abandonado por gobiernos de todo signo: subir impuestos sigue siendo un anatema mayor.

Si acaso incomoda la pobreza, que se combate de manera errática e insuficiente, sin que se entienda que en un país de desarrollo humano alto, como es México, tanta pobreza no existiría sin la abismal distribución de la riqueza.

Michael Sandel, profesor de Harvard, y Thomas Piketty, de la Escuela de Economía de París, acaban de publicar el libro Igualdad. Qué es y por qué importa (Debate, 2025, 151 pp.). Comparto cuatro observaciones a partir de esa lectura.

Primero: Luchar contra la desigualdad es una causa democrática. Piketty apunta que “el auge de la modernidad se acompaña de un aumento de la conciencia democrática y de un mayor deseo de igualdad en el acceso a bienes fundamentales y a todas las formas de participación y dignidad”. Subraya que los importantes avances en materia de igualdad se dieron con el fin de la esclavitud en el siglo XIX, luego con el sufragio universal de los hombres y, más tarde, con el voto de las mujeres.

No tener tierras o riqueza implicaba ser excluido de la vida política. La igualdad nació como un reclamo democrático que atemperó la desigualdad por razones económicas o de género, y la representación de los desposeídos permitió decisiones en favor de la equidad. La historia política y la económica son inseparables.

Las viejas desigualdades (esclavismo, voto solo para los poseedores) fueron normales, hubo quien las toleró, pero hoy liberales y demócratas de todo el mundo las consideran inaceptables. Pero persiste la indiferencia ante nuevas formas de explotación laboral y de exclusión social.

Insiste Piketty: “Nunca ha sido fácil. Siempre ha implicado unas batallas políticas y una movilización social enormes. Y seguirá implicándolas. La buena noticia es que son batallas que se pueden ganar y que ya se han ganado en el pasado.”

Segundo: no se trata de una condena histórica, pues “el nivel de igualdad o desigualdad no viene determinado por unos atributos culturales o civilizatorios permanentes, y las cosas pueden cambiar gracias a la movilización política”.

Ningún país hoy desarrollado nació siendo el reino de la igualdad. Por ejemplo, hasta antes de la Primera Guerra Mundial, Suecia era un país donde solo el 20 por ciento de la población masculina podía participar en las elecciones, y esos individuos además tenían diferentes cantidades de votos según su riqueza; así que una persona podía tener más del 50 por ciento de los votos y actuaba como un dictador.

¿Cómo se acabó con ello? Cuando, en los años treinta y cuarenta, los socialdemócratas llegaron al poder y “lograron poner la capacidad estatal de Suecia al servicio de un proyecto completamente diferente, en el que, en vez de repartir los derechos de voto en función de la renta o riqueza de las personas, hicieron que todos pagasen unos impuestos elevados y progresivos […]. Y con ellos financiaron un sistema —con educación pública incluida— que estaba fuera de la lógica monetaria y de lucro”.

La desigualdad y los privilegios de unos cuantos se revirtieron a través de la política y del Estado de bienestar. No fue producto de la mera acción del mercado.

Tercero: ¿Es la equidad un programa radical? Sí, en un principio. Hubo quien tildó de radicales y hasta comunistas a los impulsores del Estado de bienestar en Alemania, Francia, Inglaterra, Suecia o Estados Unidos. Hayek alertó del camino a la servidumbre, que acabarían como la Unión Soviética.

Pero no, lo hicieron bastante bien: alcanzaron la mejor combinación entre libertad e igualdad que conozca la humanidad. Lo radical —educación, salud y transporte públicos de calidad— se volvió convencional en esas sociedades: un triunfo civilizatorio.

Cuarto: ¿Cómo se reduce la desigualdad? La historia es diáfana: “gracias a la implantación de un sistema tributario muy progresivo y a una enorme compresión de las brechas salarial, de renta y de riqueza”. Es la agenda eludida aquí una y otra vez: derechos laborales reales y un sistema fiscal progresivo.

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