Economía Política

Informe presidencial: el sistema político en una nuez

López Obrador mudó la ceremonia del Informe del Gobierno al Zócalo para hablar sin mediaciones institucionales a un ‘pueblo’ que pretendió homogéneo, plano, y fustigó a toda disidencia.

Un año más el Informe presidencial fue un ritual ajeno al ejercicio de rendición de cuentas que ordenó la Constitución desde 1917. En el artículo 69 del texto original se definió que a “la apertura de sesiones del Congreso (…) asistirá el presidente de la República y presentará un Informe por escrito (…) sobre el estado general que guarde la administración pública del país”. Se trató de una obligación del Ejecutivo para que diera explicaciones ante la soberanía popular constituida en las Cámaras del Poder Legislativo.

Pero los usos del Informe presidencial desde la época del autoritarismo del PRI hasta nuestros días muestran, en una nuez, las contrahechuras y mutaciones del sistema político mexicano. Veamos cinco momentos plásticos.

En las décadas del México autoritario, el Ejecutivo tuvo pleno dominio sobre el Congreso, así que el Informe fue un acto de autobombo y no de genuina división de poderes. Era “el día del presidente”, quien pronunciaba ante el Congreso su discurso −sólo interrumpido por aplausos de legisladores súbditos− y, al concluir, iba en auto descubierto con la banda tricolor al pecho, bajo una lluvia de confeti y vítores, al Palacio Nacional a la ceremonia del besamanos, con miles aguardando en larguísimas filas para reverenciar cara a cara al poderoso. La prensa, dócil y unánime, reproducía y alababa el mensaje presidencial. El Informe era así una liturgia más monárquica que republicana, una celebración de la obediencia al poder. Era el momento del hiperpresidencialismo.

En 1979, cuando iniciaba la apertura política, se incluyó en la Ley Orgánica del Congreso la disposición de que las Cámaras legislativas analizaran el texto del Informe presidencial. Luego se especificó que los grupos parlamentarios harían uso de la voz, aún sin la presencia del Ejecutivo, y que el Informe sería contestado por el presidente del Congreso.

Aunque poco varió el acto central del Informe, con la llegada de legisladores preparados de la oposición —todos plurinominales, por cierto—, la glosa del Informe presidencial adquirió interés y el Congreso se convirtió al fin en espacio de debate y dialéctica. Habían quedado atrás los días de campo para los secretarios de Estado, ahora exigidos por diputados expertos en temas como derecho constitucional y política económica. La escasa cantidad de legisladores de oposición contrastaba con la calidad de sus deliberaciones. Empezaba a dignificarse el parlamento. Fue el segundo momento: el inicio de la democratización.

El último Informe de Miguel de la Madrid fue inusitado porque un senador de oposición, Porfirio Muñoz Ledo, interrumpió al mandatario solicitando el uso de la voz para denunciar el fraude electoral de julio de 1988.

Pero la novedad real en los Informes presidenciales llegó en 1997, cuando en las elecciones de ese año el PRI perdió el control de la Cámara de Diputados y un diputado de la oposición (también Muñoz Ledo) respondió el discurso del presidente Zedillo. El Ejecutivo ya no mandaba sobre el Legislativo. Inició la práctica republicana de ver a dos poderes reunidos con independencia, sin sumisión. Es el tercer momento: democracia y división de poderes.

En pleno conflicto postelectoral de 2006 se impidió a Vicente Fox ingresar al recinto parlamentario a rendir su último Informe. Ese Congreso sin mayoría del presidente, en vez de incluir un formato de réplicas y debate con el mandatario en su Informe, cambió la Constitución en 2008 para quitar la obligación presidencial de acudir a la sede del Legislativo.

Sin exigencia, Calderón y Peña Nieto practicaron soliloquios en Palacio Nacional cada primero de septiembre. Se formalizó la ausencia del titular del Ejecutivo en el Congreso. Fue el cuarto momento: una democracia sin debate, insustancial, que se desdibujaba.

López Obrador mudó la ceremonia al Zócalo para hablar sin mediaciones institucionales a un “pueblo” que pretendió homogéneo, plano, y fustigó a toda disidencia. El gobierno de Sheinbaum se hizo de una mayoría calificada inconstitucional en el Congreso, borrando todo contrapeso. Fue anulado cualquier vestigio de control legislativo. La glosa presidencial pasa de noche: el estado de la administración pública no se analiza más con rigor en el parlamento. El Informe vuelve a ser autocelebración, culto al presidencialismo, ausencia de rendición de cuentas. Así es el quinto momento: el regreso al México autoritario, ahora bajo un modelo de populismo de manual.

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