La nota pudo pasar desapercibida entre tanta anomalía política y económica que asola al mundo, pero por su gravedad es preciso subrayarla: “Canadá retira la tasa [fiscal] a las grandes tecnológicas para calmar a Trump”, titulaba el diario El País el 30 de junio.
La soberanía económica de las naciones, que en buena medida puede entenderse como sinónimo de su libre albedrío político, ha descansado en tres capacidades de los Estados: a) fijar fronteras y aduanas hacia el exterior, para lo que despliegan su política comercial; b) contar con una moneda propia, que es reserva de valor y unidad de cambio para las transacciones económicas en su territorio, lo que implica una política monetaria propia; y c) fijar impuestos, esto es, cobrar tributos sobre las operaciones económicas que ocurren bajo su jurisdicción, lo que pasa por definir su política fiscal.
Los procesos de integración económica que son voluntarios entre naciones libres —procesos que se distinguen del imperialismo económico que consiste en la imposición de una nación sobre otras—, ciertamente implican compartir algunas de esas capacidades: se fijan reglas comunes para el intercambio comercial recíproco —áreas de libre comercio— o frente a terceros —uniones aduaneras o mercados comunes—, e incluso se puede establecer una moneda común, como sucede en Europa.
Pero la noticia citada nos dice que Canadá renuncia de forma unilateral, y por presión, a una medida que le corresponde en ejercicio de su soberanía fiscal. ¿Qué pretendía Canadá? Había decidido gravar con un tenue 3 por ciento los beneficios —no los ingresos— de empresas como Amazon, Apple, Facebook o Google.
Canadá no fue el único en dar marcha atrás: en la Cumbre del G7 del mes pasado se convino en eximir a las multinacionales estadounidenses del impuesto mínimo de 15 por ciento para las empresas que tuvieran ventas superiores a los 750 millones de dólares, lo cual se había acordado en 2021 en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), con el apoyo del G7, durante la administración de Biden. Lo que se buscaba con esa tasa fiscal es que las grandes plataformas digitales pagaran los impuestos ahí donde obtienen sus ganancias y no donde les resultase más barato —los gigantes tecnológicos suelen establecer sus domicilios fiscales en sitios como Irlanda o Luxemburgo, con cargas impositivas muy laxas, aunque el grueso de su negocio consista en ventas a consumidores y usuarios de otras naciones—. Se estimaba que ese impuesto permitiría recaudar 100 mil millones de dólares adicionales al seno de la OCDE, pero ya se renunció a esos ingresos aunque crecen las presiones de gasto. Estados Unidos quiere que los miembros de la OTAN destinen 5 por ciento del PIB a defensa. Un nuevo (des)orden económico global: la potencia exige bajar impuestos y subir el gasto.
Estados Unidos mismo aprobó un paquete fiscal que incluye amplias exenciones de impuestos a grandes fortunas y, a la par, drásticos recortes al gasto público, con consecuencias regresivas para la distribución interna de la riqueza y la cohesión social. A pesar de la reducción prevista del gasto y la inversión públicos, el déficit gubernamental se disparará y los desequilibrios macroeconómicos se multiplicarán en los años por venir en Estados Unidos. La administración Trump incurre en una enorme irresponsabilidad económica a cambio de favorecer a los sectores más privilegiados. Una muestra más de cómo la vieja y sólida democracia norteamericana da pie a una plutocracia.
Los Estados nacionales que no renuncian a su soberanía buscan regular a las grandes firmas tecnológicas. La intención es que, como cualquier otra empresa, paguen impuestos y respeten la legislación laboral. Por ejemplo, es sabido que las grandes plataformas distribuidoras de comida preparada (como Glovo) son reacias a reconocer como empleados a los miles de motociclistas que laboran de sol a sol para la aplicación. La noción de que las grandes empresas, por su intenso uso de tecnología, no cuentan con fuerza de trabajo propia es un engaño: fue justo el cambio tecnológico desde la revolución industrial lo que hizo surgir el trabajo asalariado como tal. Luego, gracias al desarrollo de la legislación laboral, es que las sociedades de mercado —antes llamadas capitalistas— combinaron progreso y bienestar social.
En este mundo distópico, Trump, el enemigo del libre comercio, impone la globalización de la elusión fiscal.