Economía Política

La fórmula Orvañanos: del futbol a la política

El hecho de que cada vez más gente se “informe” por las redes sociales y no por medios que verifican la información contribuye a la pérdida de la racionalidad en la discusión pública.

Leo que Raúl Orvañanos se despide como comentarista de Fox Sports tras veinte años en la cadena, si bien sus narraciones han acompañado al futbol en México durante largas cuatro décadas. De trato afable, sin alterar ni demeritar el lenguaje, Orvañanos acuñó una fórmula para zanjar los diferendos por decisiones arbitrales en jugadas polémicas: “señor aficionado, la mejor opinión es de usted, que tiene la última palabra”. Una manera cortés de tratar al espectador sin mayores consecuencias: total, el hincha opinará en su ámbito privado lo que le venga en gana, el partido seguirá su curso en el estadio y la decisión del árbitro no será revertida.

Lo anterior viene a cuento porque, desde hace tiempo, me temo, la fórmula Orvañanos para darle por su lado al aficionado se trasladó del futbol a la política, hasta naturalizarse. Si uno presta atención al debate público, resulta que “la mejor opinión” sobre cualquier acontecimiento pertenece a cualquiera que la esgrima, de tal suerte que toda opinión en la deliberación pública da la apariencia de valer lo mismo. Da igual si es fundada, si se basa en datos, si toma en cuenta los hechos o si es fruto del invento, de la especulación o una mera ocurrencia, un exabrupto surgido desde la ignorancia. Por esa vía no se “democratiza” la discusión; por el contrario, se empobrece y, con frecuencia, se envilece.

La consecuencia de hacer tabla rasa con todas las opiniones en materia política es que los hechos y las razones empiezan a contar poco, lo que va en beneficio de la demagogia y la mentira. Importa no la calidad de la opinión, sino la cantidad de gente que la comparta, que “crea” en ella, como si la evidencia pudiera ser sustituida y disuelta por la creencia colectiva.

Lo cierto es que la cortesía, que nunca está o debiera estar de más, debe de aplicar para las personas, mas no para sus opiniones. Toda persona merece ser tratada con respeto, pero no cada dicho. El filósofo Fernando Savater lleva años alertando: “no todas las opiniones son respetables, ni mucho menos. Lo que son respetables son las personas, pero no las creencias en sí mismas. No merece el mismo respeto una opinión que afirma que dos y dos son cinco que la que dice que son cuatro. Y eso es aplicable a cualquier contexto”.

Cuando todas las opiniones son igual de válidas, ninguna termina por valer en realidad, tampoco ningún saber. Es una pretensión que me recuerda las exigencias asamblearias para que los planes de estudio en las universidades fueran votados “democráticamente” por toda la comunidad, donde el punto de vista del culto profesor contara igual que el de un alumno de nuevo ingreso. En la Facultad de Economía donde estudié, por fortuna, no se llegó a tal extremo, pero el acorralamiento del saber y el auge de las supercherías están en auge en las sociedades contemporáneas: líderes políticos con seguidores en tropel afirman que el cambio climático no existe; inventan fraude cuando pierden las elecciones, aunque nunca lo demuestren; lanzan cruzadas contra la vacunación; apuestan a estas alturas por los combustibles fósiles, y un largo etcétera. El extravío de la razón es tal que, según una respuesta de Meta, sólo el 66 por ciento de los jóvenes en Estados Unidos tiene la convicción de que la Tierra es redonda; esto es, hay legiones de “terraplanistas” que viven instalados en una suerte de Edad Media con Internet, como ha llamado el escritor Manuel Rivas a nuestra época.

Las redes sociales contribuyen a la legitimación no sólo de la opinión desinformada, sino a la propagación de puntos de vista cargados de odio: al migrante, al extranjero, al árabe o al judío según el bando de autoadscripción, al disidente. Tales conductas se extrapolan cuando, encima, las “opiniones” envenenadas en las redes se emiten desde la cobardía y la impunidad del anonimato.

El hecho de que cada vez más gente se “informe” por las redes sociales y no por medios que verifican la información contribuye a la pérdida de la racionalidad en la discusión pública. Cuando los hechos no importan, cuando la verificación de datos resulta intrascendente, cuando las creencias sustituyen a la razón, se diluye la existencia de una ciudadanía informada, civilizada, para ser sustituida por fanáticos. Los autoritarios no quieren ciudadanos, sino hinchas prestos al linchamiento.

Toda esta degradación, por supuesto, no es culpa de Orvañanos, ni del futbol, que es un remanso aun en estos tiempos canallas.

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