El presidente del país más poderoso de la tierra ha decidido atacar a la universidad más antigua de su país, la de Harvard, una de las de mayor prestigio global. El autoritarismo suele ser una pésima noticia para el pensamiento, el humanismo y la libertad que fecundan en los campus universitarios, por eso debe prestarse toda la atención a este grave episodio, aún sin desenlace. Veamos el tema desde tres ángulos.
Primero: el odio del autoritario a las universidades. La Casa Blanca de Trump acusa a distintas instituciones de educación superior de estar al servicio de intereses “antiamericanos” y “antisemitas” e incluso de participar en acciones coordinadas con el Partido Comunista Chino. Son cargos disparatados, sin sustento alguno. La injuria contra las universidades es un arma arrojadiza frecuente de los autócratas: inventan que los universitarios sirven a países extranjeros, a motivaciones abyectas. Ocurrió en España durante el franquismo, en México en 1968, con Trump ahora. Los autoritarios son conspiranoicos.
¿Por qué los déspotas inventan que las universidades conspiran contra la patria? En primer lugar, porque les temen. El conocimiento, la investigación, la demostración empírica, el hacer visible la realidad, combatir los engaños y mentiras está en la naturaleza del trabajo universitario. Por eso es preciso arrinconarlo, domesticarlo, si es preciso silenciarlo.
Los autócratas desprecian lo que no entienden: la ciencia, la sofisticación, la cultura. Lejos va quedando el tiempo en que los gobernantes sabían que no sabían, por lo que se reunían de asesores y equipos de profesionistas bien formados, atendían al mundo del saber. Ahora repelen lo que no comprenden. Son negacionistas de la evidencia científica (dicen que el cambio climático es una patraña) y toman decisiones desde la arbitrariedad y la ignorancia: destruyen instituciones, retiran fondos para la preservación ambiental, con el pretexto de que hay despilfarros eliminan agencias de transparencia y control gubernamental, lo que beneficia la opacidad y la corrupción en el uso de fondos públicos, por ejemplo.
Otra razón de peso del ataque es que el autoritario busca el dominio, el control; pretende que sus filias y fobias sean las de toda la sociedad. Trump es diáfano: exige que las universidades capitulen en la agenda DEI (Diversidad, Equidad, Inclusión) que limita el racismo, el sexismo, el clasismo.
La Casa Blanca ha exigido a las universidades que vigilen y denuncien a profesores y estudiantes, que modifiquen reglamentos internos a la orden gubernamental para, por ejemplo, impedir manifestaciones contra los crímenes de guerra en Gaza. De lo contrario se recortan fondos, se paralizan visas para estudiantes foráneos y se amenaza con retirar estímulos fiscales. La asfixia presupuestal como instrumento de presión.
Segundo: la reacción de los universitarios. La Universidad de Harvard no cedió a las pretensiones de Trump de alterar su vida académica y sus criterios de aceptación y contratación (como sí hizo Columbia). Las autoridades de Harvard y su rector, Alan Gerber, decidieron dar la batalla en defensa “del papel de la universidad en una sociedad libre”, como afirmó Lawrence Summers. Académicos de prestigio como Michael Sandel y Steven Levitsky dan la cara por su casa de estudios. Solo una comunidad universitaria activa y decidida puede enfrentar la agresión.
Tercero: la justicia independiente. Distintos jueces de Estados Unidos han revocado las decisiones más arbitrarias de Trump, como la cancelación de miles de visas a estudiantes foráneos, y habrá litigios para que los fondos públicos a actividades de investigación congelados por capricho puedan recuperarse. Cuando las libertades y derechos de una nación están bajo la amenaza de un gobierno autoritario, el Poder Judicial debe desplegar su rol de guardián último de la legalidad. Sin independencia judicial, todo lo valioso de una sociedad podría esfumarse, en Estados Unidos y en otras latitudes.
En suma: los autoritarios no buscan corregir problemas de las universidades o de su vida interna, que sin duda existen; lo que quieren es someter a las casas de estudio y a sus integrantes. La única manera que los universitarios tienen de serse fieles a sí mismos y defender su misión es no someterse al poder, apelar a la razón, argumentar como comunidad. Y es indispensable que el Poder Judicial, reducto final frente a la arbitrariedad, no esté al servicio del agresor.