Durante años, hemos respondido cuántos años tenemos sin darnos cuenta de que esa cifra pertenece al pasado. La verdadera edad –la que influye en tus decisiones, tu energía y tu capacidad de seguir avanzando– no está en el acta de nacimiento, sino en la agenda. Esto propone un cambio de paradigma: dejar de contar calendarios y empezar a diseñar futuros, porque los años que valen no son los que ya pasaron, sino los que todavía puedes transformar.
Hay preguntas que parecen inocentes, pero esconden una trampa.
Un amigo me contó, recientemente, que un viejo profesor le preguntó hace 50 años, cuando estaba en la preparatoria: “¿Cuántos años tienes?”. “Pues 18”, contestó. “NO —replicó su viejo profesor—, esos son los que ya has vivido, tienes los que te quedan, los que vas a vivir y los que debes aprovechar”.
Se trata, sin duda, de un cambio de enfoque profundo.
“¿Cuántos años tienes?” suena amable, pero nos obliga a mirar hacia atrás. Nos hace pensar en el tiempo consumido, no en el que aún podemos usar. Sin darnos cuenta, respondemos con una cifra que en realidad no nos pertenece: esos años ya no los tenemos.
Los que de verdad poseemos son los que quedan. Los que podemos invertir en ideas, en proyectos y en hábitos que sigan dándole sentido a nuestra historia, a nuestra vida. La edad biológica marca el pasado, la edad estratégica señala el futuro.
Inventario al revés
La edad es un inventario al revés: no lo que se perdió, sino lo que todavía se puede capitalizar. No importa si tienes 40, 60 o 80 años, lo que cuenta es cuánta energía, curiosidad y propósito sigues dispuesto a desplegar. Hay jóvenes que viven en “modo repetición” a los 30, y veteranos que siguen estrenando sueños a los ochenta.
Los primeros coleccionan cumpleaños; los segundos, aprendizajes. Se trata, decía mi amigo, colega y maestro Miguel Ochoa, de acumular experiencia, no antigüedad; la experiencia es ir aprendiendo en el camino, observar, con humildad y adquirir capacidades mientras que la antigüedad es ir haciendo lo mismo una y otra vez sin mejorar, sin aprender.
La diferencia no está en los genes, sino en los hábitos. Cada hábito es un reloj que marca tu futuro. El que madruga, el que lee, el que planea, el que se ejercita, el que conversa con gente que lo reta… todos ellos están alargando su horizonte. El que posterga, se queja o vive de nostalgias, lo acorta.
Tus hábitos definen tu esperanza de vida útil, no biológica. Porque no se trata solo de vivir más, sino de seguir aportando, aprendiendo y disfrutando.
Los proyectos personales no deben guardarse “para cuando haya tiempo”, el tiempo no se encuentra, se fabrica. Y la fábrica del tiempo se llama disciplina.
La agenda de los que aún tienen futuro
Haz una pausa y pregúntate:
• ¿Qué harías si supieras que te quedan 20 años productivos?
• ¿Seguirías invirtiéndolos en lo mismo o harías ajustes de fondo en tus prioridades?
• ¿Qué relaciones merecen ser cuidadas antes de que el reloj se adelante?
La edad estratégica consiste en reorganizar la agenda en torno a la trascendencia, no a la urgencia. ¿Qué ideas siguen esperando ejecución? El futuro pertenece a los que lo agendan.
Proactividad: la vitamina del tiempo
Ser proactivo es más que solo anticiparse, es escribir tu historia en lugar de dictarla al destino. Cada hábito que refuerzas, cada proyecto que inicias y cada conversación que eliges con intención rejuvenece tu narrativa.
El envejecimiento más peligroso no es el biológico, sino el del propósito y la edad mental se mide por la cantidad de cosas que todavía te entusiasman. Cuando dejas de ilusionarte, envejeces; cuando recuperas la emoción de hacer, de aprender o de comenzar, rejuveneces.
Así que la próxima vez que alguien te pregunte cuántos años tienes, respóndele con una sonrisa y un depende, “¿Quieres saber los que ya gasté o los que todavía pienso aprovechar?”, dile. Y si insiste, remata: “Los cumplidos ya los tengo, los que vienen, ¡los pienso conquistar!”.