Hace unos días, el Juzgado Primero de Distrito de la Ciudad de México suspendió definitivamente las corridas de toros en la Plaza México. De ser realmente definitiva, esta suspensión terminaría con un espectáculo que ya venía menguando en interés mediático y en presencia de espectadores desde hace algunos años. Lo mismo ha sucedido en otras ciudades y países, en donde la fiesta brava ha venido experimentando en general, una especie de sustitución generacional, en la que son personas mayores y algunos nostálgicos quienes todavía la siguen, ante el desinterés o el llano rechazo mayoritario de las nuevas generaciones. Esta prohibición era algo que se veía venir desde hace mucho tiempo, y no debe sorprender a nadie. Recuerdo una entrevista que hizo El País hace unos diez años a toreros que eran entonces las figuras más importantes del mundo de los toros, y había entre ellos mismos un consenso generalizado y resignado acerca de que eran probablemente una de las últimas generaciones de toreros en la historia, pues les quedaba claro que se estaba confirmando en la moral pública la idea de que el toreo era un espectáculo inaceptable.
A mi llegada a la Ciudad de México como estudiante, solía frecuentar la Plaza México y hasta me invitaron a participar en una ‘porra’. No hay duda de que una corrida de toros es un espectáculo atractivo, emocionante y seductor. La música y la ceremonia, lo vistoso de los trajes, la bucólica presencia de toros y caballos en plena urbe, la emoción del peligro inminente y las pequeñas idiosincrasias de la tradición taurina a la que los neófitos debíamos adaptarnos rápidamente. Era como entrar en un mundo aparte, gobernado por una estética, una historia, una tradición y una sensibilidad especial, interesante y atractiva. La faena rara vez aburría y ofrecía un generoso caudal de emociones: la expectativa previa, la impaciencia de ver un pase logrado; horror cuando había tragedias, euforia cuando había éxito y pitorreo cuando el torero fracasaba. Pero en el corazón de la cosa estaban el torero y el toro ejecutando un baile macabro. Desde un principio me pareció evidente que era un espectáculo en el que se cruzaban una estética de desplantes, movimientos y atuendos homoerotizados, en los que el torero acaricia delicadamente al toro con capote y muleta, y al mismo tiempo le martiriza y mata con un sadismo excesivo y sangriento, de espadas, banderillas, lanzas y dagas. La colombiana Carolina Sanín explica tal vez mejor esa tensión agresiva y erótica en el libro Tu cruz en el cielo desierto: “Los hombres gritan ‘Ole’, vengando en el toro la vergüenza que sienten por desear al torero, y sus mujeres gritan ‘Ole’, queriendo y no pudiendo ser el torero que sus maridos desean”.
Los debates mediáticos que se han organizado con motivo de esta prohibición no buscan desde luego una conciliación, pues no existe en esta discusión término medio. Pero sí es interesante ver cómo quienes apoyan la continuidad de la fiesta brava lo hacen argumentando tradición, costumbres, historia, cultura, temas ambientales, la derrama económica de la actividad y otros pretextos sin entrar a la cuestión central, que es cuestionar el hecho de que una corrida de toros no pasa la más superficial valoración ética y eso es algo que la sociedad de hoy no está dispuesta a tolerar.
No es posible justificar efectivamente hoy en día el martirio y sacrificio público de un toro sólo porque existe una tradición y un efusivo grupo de seguidores, cada vez más reducido, por cierto. Creo que los seguidores de la tauromaquia en México deberían asumir lo inevitable, tal como lo han hecho las figuras del toreo en España en la entrevista de El País. Para quienes tienen esa afición, todavía tendrán para su goce personal las historias y anécdotas que podrán discutir en ranchos del altiplano o cantinas del centro de la Ciudad de México. Habrá quien, clandestinamente, celebre corridas en ranchos privados, pero como espectáculo público ha terminado. La fiesta del toro duró muchos siglos y fue, para quienes son o fueron aficionados, tiempos dorados que han llegado a su fin.